Revista Electrónica de Literatura Mexicana
Número cero. Julio-septiembre de 1998
Sección: Cuenteando

Creador de silencios

Por Rosario Covarrubias Gutiérrez

Para Guadalupe luminosa, para el personal.

Yo le quemé la boca. Corrí tanto como me alejaba de su voz. A toda velocidad saqué la veladora de donde la había escondido hace varios meses; la encendí con el alma, la parafina chisporroteaba feliz de hacer la grandeza de mi sombra sobre el muro eternamente blanco que tenía prisionera a mi mirada. Él hablaba y hablaba hasta la náusea, su voz, que nacía de no sé qué recónditos infiernos, el tono de amenaza palpitante, asesina, ineludible. Bastaba el trueno de algunas de sus palabras-puñales sobre mí, sobre mis ojos, arriba de mi voz para saberme muerto. Muerto definitivo. Siempre estuve seguro de que sus gritos, sus insultos, su desprecio, eran producto de un cansancio tan largo y tan sinuoso como la historia del hombre, vomitando siglos y agonías ancestrales. Esa voz era mi medida del tiempo; del Génesis al Apocalipsis. Un día, que nunca sabré si fue uno de los siete que tanto he escuchado que dice "la palabra", que tanto y tanto mis ojos han rogado por mis oídos para poder dormir sin sobresaltos, no sé. Lo cierto es que un día corrí por aquella parafina vibrante de mi calor que danzaba mi libertad entre mis manos, mientras él seguía creando sentencias hechas con tantas palabras-puñales. La flama viva y ardiente en el colmo de su existencia ganó sus labios, hizo posible el único beso que le robé, sellado para siempre con la cera; fue un beso lleno de pasión, ardiente y eterno, el único beso de nuestras vidas. Sus ojos capturaron la luminosa agonía de la vela, quedó prisionera en su mirada y se retrató en mis ojos para siempre. No concedí el alarido. Después... un muro de cansancio y soledad. Le quemé la boca porque me robaba el aliento, me negaba el ser. Él estaba sentado, creando mi futuro. "Una carga no tiene opción, a menos que deje de serlo, y ésta no la tiene", decía terminante, ejerciendo su dominio y su poder sobre todas las cosas, todas. Por eso le quemé la boca, para que no me predijera mi destino. Yo esto, yo aquello, inútil, yo cosa, un ente sin pensamientos, sin sentimientos; pero eso sí, también comía, orinaba, ensuciaba todo, provocaba gastos para que me cuidaran como si fuera un bebé, yo, que era sólo una cosa desde hace veinticinco años, yo, que sólo le acercaba vergüenzas y distancias a él, tan perfecto, pulcro, vital y hermoso. Mi Dios-Jano, que me dio el más cruel de sus rostros. Entraron los vecinos a la casa, buscando a mi creador, que por primera vez tuvo que ser una entidad derrumbada, levantada como una carga del suelo, con la boca sellada por la obra omnipotente de su hijo, el primogénito, su progenie única, "a imagen y semejanza". El que nunca pretendió quitar la vida, sólo callar la creación de las palabras-puñales; el que no sólo le concedió el silencio, también le dio, generoso, el descanso a su corazón siempre cerrado para mí. Yo nunca quise su boca abierta. Vi cómo se llevaron aquel fardo inútil. Los pocos que se quedaron a mi lado, buscando alguna reacción en mi rostro, sólo me hallaron un brillo luminoso en la mirada, como si alguien hubiera metido en cada ojo una flama danzante y jubilosa. "¿Ya vieron cómo le brillan los ojos?, ¡pobrecillo!, quién sabe si entienda lo que pasó con su padre, ¡quién lo dijera!, un hombre tan sano, y morir de repente de un paro cardíaco", dijo la señora que leía la biblia. Para ellos sólo soy un pobre enfermo de parálisis cerebral. Echado siempre en esta cama.

(Varios autores, Con licencia para escribir, México, 1991; prólogo de Vicente Leñero.)


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