Revista Electrónica de Literatura Mexicana
Número cero. Julio-septiembre de 1998
Sección: Cuenteando

La maleta

Por María Leticia López Serratos

Fíjate... hace unos días lo decidí. Había venido pensándolo hacía ya mucho tiempo, creo que unos dos años, que en mi sentir fueron unos dos siglos o más; en fin... lo decidí hace unos días.

Tenía que comprar una maleta, pero ¿dónde conseguir la que yo necesitaba, con las dimensiones adecuadas para guardar (¿enterrar?) todo lo que había resuelto hacer desaparecer no sólo de mi armario, sino también de mí? Con ese propósito anduve caminando por las interminables calles del centro de la ciudad. Me perdí una, otra y otra vez. No me angustié, había estado más extraviada en días anteriores y logré encontrarme; no sería demasiado problema dar por allí con una estación del metro, una ruta de colectivos, lo que fuera. Compré mi maleta, muy grande, afelpada, impermeable.

La gente suele vivir la cotidianidad con desembarazo, absolutamente serena, sin llevar a cuestas el peso de los recuerdos. Al menos eso distingo en sus rostros. Estoy convencida de que debe existir un lugar, algo así como un gran precipicio donde arrojar todo lo que duele, y lacera incluso la faz, si no ¿cómo explicas el aspecto uniforme de la colectividad de caras que parecen decir "de acuerdo, todo está bien"?

No sé cuánto tiempo caminé ni cuánta distancia recorrí para encontrar ese lugar (también yo quería poner cara de "de acuerdo, todo está bien"), ni a cuántas personas pregunté cómo llegar hasta allí; sólo unos rostros transparentes, sin rasgos, sin identidad y señalando con el índice la dirección que debía seguir. Ni te imaginas a quién me encontré extraviado como yo y con una maleta muy grande, afelpada e impermeable, preguntando por el sitio que yo también buscaba...Claro.

Me quedé paralizada, y no me preguntes si fue por la sorpresa, por la tremenda impresión, por la falta de fuerzas o por la esperanza de que me viera y me saludara, porque no lo sé. Sí... sí... tienes razón; se supone que también la esperanza debía haber quedado guardada. Haz, por favor, caso omiso de este insignificante defecto de mi maleta, pues no contaba con un sistema de seguridad para atrapar lo que pudiera escaparse por evaporación. Pero ¿qué crees que pasó?... sí, se acercó indiferente a mí y me preguntó si sabía dónde se encontraba el precipicio donde se arrojan las maletas. Y fue mayor mi sorpresa cuando me vi reflejada en su fría mirada: sombría, con rostro transparente, sin rasgos y sin identidad. Y, créelo, ni siquiera pude llorar. Ya no me acuerdo qué dirección, por automatismo, señaló mi índice. Me dio las gracias y se marchó.

No me reconoció; y ¿sabes qué pienso? que en su maleta debía haber un rincón especialmente grande, seguro y hermético donde encerrar la memoria, porque, aunque te parezca increíble... no me reconoció.

No sé si él encontró el lugar, ojalá haya tenido más suerte que yo. No importa, mírame, tengo cara de "de acuerdo, todo está bien", ¿no es cierto? Pero ven, acércate, ¿puedo confiarte algo?... no le he contado a nadie que la maleta... ¡sí, hombre!, la famosa maleta... aún está en mi casa.


RELiM
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