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El asesinato

Por Daniel Lazo

Yo no sabía que te íbamos a matar cuando salimos para el rancho. Llegamos y ya. Nadie creía que al día siguiente iba a ver tu sangre en la tierra junto a la trilladora que está frente al establo. Nos enteramos de lo que iba a pasar el mismo día en que la hoja del cuchillo se asomó para ver cómo eras por dentro. Claro que eso no fue lo primero que hicimos.

Cuando mi tío nos avisó lo que iba a pasar empezamos los preparativos. Yo, francamente, en plan de observador porque nunca había participado en acto semejante. Hay un agujero a las orillas del rancho especial para estas ocasiones. Tiene aproximadamente un metro de profundidad y unos setenta centímetros de ancho. Por dentro es de ladrillo y cemento. Como está en la tierra húmeda y hay que evitar en lo posible que el refresco del agua se aproxime a este horno improvisado, el radio de los ladrillos es de otros dos metros a partir del agujero. Pero todo esto tú lo debes saber mejor que yo. A fin de cuentas, yo no fui el que estuvo toda la noche ahí metido.

Lo primero que había que hacer era calentar el horno. Ni mi tío ni yo somos expertos exploradores, por lo que para hacer todo el trabajo se contrató a un par de especialistas. Así, todo saldría perfecto y sin contratiempos. Don Nacho y Don Fernando saben bastante de estos asuntos: ya lo han hecho muchas veces. Juntaron hojas secas y leña de quién sabe dónde. Por el ruido que hacían las hojas se notaba que no les hacía mucha gracia la forma en que el fuego jugaba con ellas. Dicen que el fuego es un compañero peligroso y que siempre le saca ventaja a uno: ni pregunta ni pide permiso; es un amante desinhibido pero majadero. Ya nuestro ardiente amigo policromado había alcanzado a los leños cuando estos empezaron a rezongar y a escupir chispas furiosas como para que los ayudáramos a apaciguar a su caliente amigo. Pero nuestra idea era precisamente que el horno se calentara, por lo que las súplicas y ataques de los leños eran vanas. Como para todo hay rituales, en este momento me dijeron que me tomara una cerveza o un tequila, mientras contemplábamos la danza del fuego que, ya para estas alturas, se sabía victorioso sobre los pobres leños adoloridos y llorosos: "Para que todo salga a pedir de boca", me dijeron, y no me quedó más remedio que empinarme la cerveza que, por otro lado, me cayó de maravilla en esa mañana de Año Nuevo. "Salud, salud" y a echarle más leña al fuego, en sentido literal. Como esto se tardaba y tardaba, le pregunté, ya habiéndome hecho a la idea de lo que iba a pasar: —¿A qué hora lo van a matar? —Ya en unos cinco minutos. —¿Dónde está? —Allá atrás, en la camioneta.

Ahí estabas. Sentí que tenía que verte antes y platicar contigo. ¿Cómo vas a matar a alguien que nunca has visto con vida? Se puede, claro, pero ¿para qué? Así ni se nota la diferencia. A fin de cuentas yo no te iba a clavar el cuchillo, pero pues tanto peca...

La camioneta roja donde estabas amarrado no era la única del rancho. Me costó trabajo encontrarte. Ahora me acuerdo muy bien de cómo empecé a caminar hacia ese vehículo: poco a poco, con miedo y respeto. Es el respeto que se le da a los condenados a muerte. Probablemente porque ellos están a punto de conocer lo que hay del otro lado y uno se queda aquí a seguir esperando para conocer la respuesta. Supongo que mirar los ojos de un soldado a punto de ser fusilado debe ser muy similar a lo que sentí cuando te levanté la cara con las manos para verte bien. Yo creo que, en realidad, uno no sabe qué se siente peor: si el mirar o el ser mirado. Porque yo soy el que te ve y siente lástima. Tú me viste con indiferencia, con recelo. Claro, muy dentro de tu alma sabías lo que iba a pasar, porque nunca antes habías estado tantas horas tirado en la parte trasera de una camioneta con las extremidades fuertemente atadas. Los mecates de verdad se veían apretados. Te acaricié la frente, ¿te duele? (Me sentí basura; primero te consuelo un poco y luego participo de tu masacre, como un sacerdote parado junto a una silla eléctrica.) Tus ojos no parecían preocuparse demasiado de las ataduras que te raspaban. Más bien era como si tus ojos languidecieran ante mi presencia y ante mi falsa ayuda. (Tranquilo, al menos yo no vengo a prometerte el cielo.) Había algo de esperanza, sin embargo, en tus ojos. Una pequeña parte de ti creía en mis palabras y caricias amables. Y de esa parte de tu alma provenía una mirada desoladora, tierna, confiada. "Ayúdame, por favor. Hace horas que me tienen amarrado así y ya casi no siento del dolor. ¿Qué me van a hacer? Tengo que regresar a casa. Mis pequeños me están esperando. Posiblemente ya estén preguntando: ¿Dónde está mi papá?... Tú eres bueno, no como los tipos que me aventaron aquí. Ayúdame amigo. Eres bueno, ¿verdad?" No, no te ayudé. Me fui de ahí inmediatamente, para no tener que ver más tu estúpida mirada y para no sentir ya tu estúpida esperanza de seguir viviendo. Si nos resignáramos a morir todo sería más fácil. Me fui al establo, acaricié a un caballo que me miró un tanto acusador, como queriendo saber si iba a ocurrirle lo mismo a él. Creo que lo tranquilizó mi mirada. Regresé al lugar donde está el horno para ver qué tan avanzado iba aquello.

Ya, ya iba más avanzado, y como la tarde se hacía fría nos acercamos a la pequeña hoguera tratando de buscar calor. Pero ya se sabe lo que pasa en las fogatas: se asa la cara y se hiela el trasero; y el contraste tan radical hace que uno opte por alejarse del acogedor calorcito. Se aproximaba la hora de la ejecución y empecé a tener nervios. Para Don Fer y Don Nacho no es mayor cosa porque lo hacen todos los días, pero ésta sería mi primera vez y tenía miedo. Suele suceder. Tú estabas por allá en la camioneta viendo cómo el sol se empezaba a ocultar. "Míralo bien porque es tu última puesta de sol. No es tan trágico, después de todo, no creo que le hayas prestado demasiada atención a las anteriores." "Primero le vamos a dar un golpe en la nuca para que pierda el conocimiento y no sufra." La idea me tranquilizó un poco porque, después de todo, me habías simpatizado. Sin embargo, me sentí traicionado cuando no cumplieron su promesa y se te fueron derechito a la yugular. Primero te soltaron las cuerdas y fueron a preparar el mecate donde planeaban colgarte, ya muerto. Todavía estabas sobre la camioneta y, por esos breves instantes, completamente libre. Sólo había que saltar de la camioneta y correr por el enorme campo abierto. Esperaba que lo intentaras. Lo intentaste (pude darme cuenta), pero las largas horas de atadura habían lastimado mucho tus únicas vías de escape. Te meciste varias veces, tratando de incorporarte. Todo fue inútil. Tus ojos me miraron nuevamente: "Ayúdame a pararme, para que pueda volver a casa. Sólo necesito un empujoncito." No te lo di. Minutos después ya estaban sobre ti nuevamente. Te bajaron de la camioneta, aun contra tu voluntad y la débil resistencia que pudiste oponer. Don Fernando te colocó entre sus piernas y las cerró firmemente aprisionándote por completo, en tanto que Don Nacho te sostuvo la cabeza. Como ya te dije, no hubo golpe en la nuca que aminorara tu dolor. Don Fernando sacó el arma y de un golpe experimentado te la enterró en el cuello. Como el sonido de una película en cámara lenta pude escuchar la batalla que libró el cuchillo contra cada uno de los huesos, cartílagos, músculos y venas a los que se enfrentó en ese breve instante. El suave crujir que fue provocando el choque entre la carne y metal me hizo aproximarme más hasta mirarte nuevamente a los ojos. "Yo creo que ya no me vas a ayudar, ¿verdad?" "No... perdón." Nunca gritaste; no podías, probablemente una de las primeras cosas con las que chocó la punta del cuchillo en su viaje fueron tu laringe y tu tráquea. Don Fer y Don Nacho te pusieron sobre una carreta oxidada para que la gravedad y tu corazón hicieran el lento, lentísimo trabajo de expulsar de una vez y para siempre la sangre de tu cuerpo hacia una olla en el piso. "Así no se acercan los méndigos perros." Tú aún dabas pelea, movías las piernas con coraje, como un niño futbolista al que sus compañeros se le hubieran echado encima tras meter un gol y quisiera decir "ya quítenseme de encima, no puedo respirar." Precisamente Don Fer estaba sobre ti, exprimiéndote como si fueras un enorme limón cuyo rojo jugo te caía de lleno en la cara y hacía aún más angustiosa e intolerable tu agonía. Cuando dejaste de luchar, la olla estaba casi llena y tu cuerpo perdió la forma, como una muñeca de trapo arrojada sobre un tubo oxidado. Así, deshilachado y sin fuerzas, te vi por última vez. El aún hambriento cuchillo no concluía su labor. A partir de la herida de tu cuello, aquél comenzó a cortar por tu barriga y pude verte por dentro. Con una habilidad asombrosa, Don Fer sacó de tu cuello tu tráquea y la anudó como se anuda un calcetín lleno de canicas. Tomó tu pierna izquierda, la quebró como un auténtico samurai y la separó del resto del cuerpo con nuestro ya conocido cuchillo. Lo mismo hizo con tus otras extremidades. Quedaste así, ya sin nada pegado a tu cuerpo inerte salvo unos muñones de carne, cuando te cogieron del desgarrado cuello y te colgaron del mecate para quitarte la piel. Rápidamente y de un solo pedazo, se separó de la gruesa capa de grasa que la unía al músculo. Con su fuerte puño cerrado, Don Fer lograba la separación de estos tejidos que durante tanto tiempo estuvieran juntos. Cuando te quitó la piel de la cara y la dejó en el piso fue como en las caricaturas en las que los animales se cambian de atuendo y en el suelo queda sólo una máscara. Me hubiera gustado hacerme un tapete con tu piel, pero se la llevó Don Nacho. Y hete ahí, ahora sí completamente desnudo y sin órganos internos, girando en el aire como una piñata grotesca a la que no le hubiesen puesto el papel exterior. Con la lengua de fuera (pues claro, ya no hay piel para cerrar la boca y los dientes solos no pueden detenerla) y los ojos perpetuamente abiertos. No, ya no dicen nada."¡Súbanlo más porque ahí todavía lo alcanzan los perros!" Nos fuimos a ver cómo progresaba el fuego.

No supe a qué hora te destazaron, pero la próxima vez que te vi ya estabas dentro de una cubeta, separado en varias partes, como un rompecabezas que jamás sería armado de nuevo. La cabeza sobresalía del resto de las piezas, asomándose también para ver al fuego. Ahí ya no había fuego, sólo las candentes brasas que semejaban monedas de oro enterradas y esperando ser rescatadas de algún barco pirata. Pero así debía ser, no es que hubiera muerto el fuego, sino que éste se concentró en estos ardientes tizones. "¡Traigan una olla llena a la mitad con agua!" Adentro, además, le pusieron garbanzo y arroz crudos, papas y zanahorias lavadas y una lata de salsa de chile chipotle sin lata. "La olla se pone hasta abajo para que recoja el caldito, que es lo mero bueno." Encima de la olla pusieron una rejilla "Pa' que sostenga la carne" y rodearon el agujero con hojas de maguey que antes asaron un poquito. "Para que puedan doblar bien y no se quiebren." Es extraño cómo las hojas de esta planta parecen lenguas verdes enormes. Eso sí, ya acomodaditas en torno al agujero, parecen pétalos de margarita con el polen de fuego. Te sacamos de la cubeta y pasaste de un lugar apretado a un lugar más apretado aún y mucho más ardiente. Don Fer echó sal en toda tu carne viva (muerta) y te colocó, pieza por pieza, sobre la rejilla previamente colocada. (Creo que no se echó la suficiente sal.) Como un padre cariñoso arropando a su hijo para dormir, fue doblando hacia adentro las hojas del maguey para que durmieras calientito. Encima pusieron más hojas, éstas sí derechitas y sin doblar, y tierra, como si fuese en verdad un entierro. "¿No se ahoga la brasa así tapada?" "No. Así lo dejamos hasta mañana." El enorme conejo de la luna ya nos miraba con la intensidad que sólo se da en el campo cuando te dije "Buenas noches y hasta mañana".

Don Nacho quedó en llegar temprano al día siguiente para sacarte del agujero. "A las diez nos vemos para el desayuno." Sí, pero eran las once y no venía. Nos desesperamos y comenzamos a quitar la tierra entre mi tío y yo. "¿Qué ciencia puede tener sacar esa madre de ahí?" Todavía humeaban las hojas externas del maguey. Las quitamos y nos quedamos un rato viendo el último pedazo de envoltura que quedaba antes de abrir el esperado regalo: tu carne ya cocida y lista para viajar por nuestros ya ansiosos conductos digestivos. "Huele poca madre, ¿verdad?" Yo fui el encargado de destaparte. Ahí estabas. Ya con otro color y la carne más suave. Te sacamos con cuidado, levantando la rejilla que te sostenía, te pusimos en otra olla, te cubrieron con una de las hojas de maguey... y a la mesa. Yo saqué la olla de hasta abajo (que olía de maravilla, debes saberlo).

La grasa que durante tu vida fue tu abrigo ahora escurre desde nuestras bocas hasta nuestros cuellos, caliente y pegajosa. Comemos bien. Gracias, eres un manjar suculento y el dolor y la angustia por la que pasaste para llegar a éste, el momento de tu realización, no es exactamente nuestra ocupación en este preciso instante. Tus ojos aún me miran, cocidos y acusadores. Ya no me mires, ¿ya para qué? Insistes en lo mismo. Ya no me mires. Está bien. Tú te lo buscaste. Ahora ya sólo me podrás mirar por dentro. Hmmm, esto está bueno. Hasta los ojos se comen cuando se hace barbacoa.


Daniel Lazo nació en el Distrito Federal en 1979. Actualmente es estudiante de Ciencias de la Comunicación en la Universidad Iberoamericana.


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