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Trozos de ti

Por Raquel Mosqueda

La vida nos llega
así, en pedazos...

Ketzaburo Oé

¿Qué será ahora? ¿Una teta bañada en sudor? ¿La boca abierta? ¿El cabello cubriéndole la cara o...? -Pensaba todo esto mientras limpiaba los lentes de los binoculares-. Un último vistazo en el espejo: ¡perfecto! Limpio, e impecablemente peinado; con los binoculares colgados al cuello se acercó a la ventana y despacio, muy despacio abrió las cortinas.

¡Mierda! ¡Pinche y repinche contaminación! ¡Cómo chingados ser un buen mirón en la ciudad más encabronadamente puerca del mundo!

Calma, calma -se recomendó a sí mismo-. ¿Qué pensaría ella si lo viera hacer tal berrinche? Respiró profundamente, se acomodó el nudo de la corbata y devolvió a su lugar algunos cabellos. Tomó un trago del café que tenía en la mesa de al lado, junto a la cámara y algunos kleenex. Se ajustó los binoculares, enfocó la ventana de enfrente. ¡Dios! ¡Dios mío! No podía creerlo ¡Gracias, Dios! ¡Gracias!

Al alargar la mano para tomar la cámara derramó el café sobre los kleenex. ¡Qué importa! -se reclamó a sí mismo-. Lo limpiaría después, lo urgente ahora era tomar la foto. ¡Si! Por fin su vecina había cambiado de posición la bicicleta donde ejercitaba sus hermosísimos músculos. ¡Las nalgas! ¡Gracias, Señor, de todo corazón!

Tras el flashazo se tiró detrás del sillón como un loco. Jadeaba como un perro -estoy jadeando como un perro-, se dijo y no pudo evitar sonreír. Esperó unos minutos y arrastrándose sobre los codos volvió a su posición frente a la ventana. Ella, bueno, sus nalgas, seguían ahí, moviéndose frenéticas al ritmo de unas largas piernas.

Exactamente treinta minutos después bajó de la bicicleta y caminó hacia quién sabe dónde; no reaparecería sino hasta el día siguiente, así que se levantó y lentamente cerró las cortinas.

Los brazos un poco dormidos y la mancha de café en la alfombra no eran motivos para esperar. Entró al cuarto oscuro, sacó el rollo de la cámara sin importarle que fuera la única foto de un rollo con treinta y seis exposiciones.

Sus manos tiemblan -¡Carajo, me tiemblan las manos!-. Apresuradamente reveló y amplió la foto, la puso a secar y se quedó extasiado ante el que calificó de "mejor culo de México". Cuando la fotografía estuvo lista, la llevó a su recámara. ¿Dónde? ¿Dónde? A ver... no... no. Aquí, debajo de las tetas. No, parece marciano... bueno, junto a la boca. Pegó la foto en la pared y se echó sobre la cama. Con la mirada comenzó a acariciar una a una sus "posesiones". Primero la boca. Unos labios pálidos, abiertos, como jalando aire. Los pechos y una parte del cuello -¿Por qué demonios no abría toda la cortina de una vez? Varias fotos del cabello cubriendo la cara. Los brazos llenos de un vello no tan fino. Los muslos fuertes. Los pies enfundados en tobilleras y tenis. Las manos con unas largas y muy rojas uñas. La espalda arqueada, lisa, por último las nalgas: desnudas, redondas, perfectas. Sólo entonces se le ocurrió que hacer ejercicio completamente desnudo era no sólo absurdo, sino poco higiénico -deberían prohibirlo-, pensó.

Esa noche soñó con ella, bueno, con sus pedazos. Las piernas y los brazos lo perseguían por todo el departamento. Los labios dejaban su huella dondequiera. Las piernas tropezaron con los brazos y él logró llegar al baño y poner el seguro. Un mundo buñuelesco lo esperaba adentro. Las tetas tomaban una ducha. Las nalgas se le echaron encima aplastándole la nariz; estaba a punto de la asfixia cuando lo despertó el sonido de la sirena. Sofocado, se levantó de la cama y fue a asomarse por la ventana. Una patrulla y una ambulancia se encontraban estacionadas en el edificio de enfrente. Sin bata, descalzo, bajó atropelladamente las escaleras. Un policía acordonaba la entrada del edificio, -¡atrás, señores, no sean morbosos! ¿Qué pasó? ¿Qué paso?, preguntaba, -¡pobrecilla, la destrozaron!-, alcanzó a oír que decía una de las vecinas. ¿Quién?. ¿quién está destrozada? -La del 202-, contestó otra señora en bata. En ese momento dos hombres salieron del edificio portando una camilla cubierta con una sábana ensangrentada. Fue un crimen pasional -dijo una señora con tono y cara de experta-. Subió de nuevo a su departamento.

Una a una despegó las fotos de la pared. Sentado en la cama las miraba. Le dieron asco. Miró con nostalgia la marca que las fotos dejaron en el muro. Uno a uno rompió en mil pedazos aquellos inútiles trozos de ti.

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