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Dos amos

Por Leticia López

A Raquel, mi amiga, mi crítica
No... mi problema no es de infidelidad. Verás... ¿cómo explicarte? Los necesito a los dos. Sólo que si fueran más ortodoxos, menos rebeldes, si se pusieran de acuerdo, si cada uno viniera en el momento debido no habría ningún problema. No, espera, no soy una cínica, soy más bien su víctima.

Uno siempre viene de noche, y por más que lucho contra él, por más que me escondo o lo soslayo me seduce con inaudita facilidad, basta que me guiñe el ojo... ¡infeliz! Y yo, por supuesto, siempre sucumbo. Lo que me irrita no es su llegada, sino el hecho de no poder ignorarlo o de plano mandarlo a la goma. Caigo redondita y le sigo el juego. Me atosiga en la mesa, en el escritorio y hasta en mi cama. Le vale si tengo que descansar porque al día siguiente trabajo. Pero lo peor no es recibirlo y aguantarlo -unas veces, debo confesarte, viene en muy buen plan, muy lúdico, intelectualoide, creativo; pero otras llega realmente violento-, no, lo feo es inventar historias para justificar las ojeras que me cargo en la mañana. Porque la gente es muy metiche y siempre pregunta que si estoy enferma, que quién me dejó los ojos morados, que qué tal estuvo la faena de anoche. Finalmente, no es tan malo el asunto, porque de estas escaramuzas han salido mis mejores cuentos. El caso es que lo que necesito para subsistir no me lo dan mis cuentos, debo ganarme el pan de día, como la gente decente. Pero él no entiende razones, llega y se instala... ¡maldito!, le vale mi vida diurna; en la mañana se larga y me deja allí tirada, con el despertador programado, como si fuera venganza. Sí... el pobre de mi despertador es el que recibe las patadas. Ni hablar, alguien tiene que recibirlas, ¿no? Porque para descargar mis crisis de encabronamiento matutino tengo dos opciones: patear el despertador o bañarme con agua fría. Casi siempre hago lo primero, luego me reconcilio con el día y me baño con agua calientita, tomo mi café, preparo la pose y me voy a trabajar con cara de “aquí no ha pasado nada”. ¡Hombre!, hasta me dan ganas de cantar.

Como a eso de las cuatro de la tarde llega el otro insensato con sus reproches. ¡Carajo! Sólo que éste sí es un cínico completo; aquél siquiera se me echa encima en la intimidad y en la “comodidad de mi hogar”, pero éste se pasa, me cae en el microbús, en mi trabajo, a la hora de la comida. Fíjate, a veces me da por meterme al cine a ver cualquier churro con tal de desafanarme de él... ¡y siempre me encuentra, maldición! El otro día me agarró en el metro. Iba a la casa de una amiga que vive hasta la cola del diablo, así que me tenía que echar de pasajera como una hora de metro y otra de camión. Fue en Taxqueña. Como hacen todos en las estaciones terminales, agandallé mi rincón con ímpetu decidido, me acurruqué y me recargué en la ventana segura de que me andaba rondando y...

- ¡Señorita!... ¡Señorita! No l' amuele, agarre bien su bolsa y de paso ya levántese pa' que me deje limpiar.

¡Chin!... yo iba a Cuatro Caminos. ¿Qué demonios hago otra vez en Taxqueña?... ¡pinche insomnio nocturno!, ¡pinche sueño diurno!...


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