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Novela

Por Eladio Bulnes Jiménez

...que no había cambiado nada entre nosotros. La verdad es que ninguno se imaginaba qué iba a pasar a continuación. Un pájaro salió volando en ese momento, llegó hasta el extremo más lejano y, asustado, de improviso mudó el rumbo para perderse al instante entre la bruma del fondo. Mi amiga no volvió la espalda para ver cómo se fundía con el horizonte. «Quizá, si hubiera sido más cuidadoso, no sentiría la necesidad de disculparme ahora», creo que me dije entre dientes.

En realidad todo había ocurrido de otra manera, pero es mucho más literario recordarlo de este modo. Hacer literatura poco a poco se me estaba metiendo demasiado dentro, y eso podía comenzar a ser peligroso. Por ejemplo, me había acostumbrado con mucha frecuencia a pensar como si yo fuera el personaje de una novela que alguien estaba creando en alguna oscura habitación, en una desgastada cuartilla en blanco. Demasiado a menudo simulaba actitudes novelescas en mi vida diaria, como cuando Marta me abandonó aquella casi olvidada mañana... Recuerdo que entonces me sentí personaje desolado, indefenso en las palabras de un libro inexistente, sólo evocado por los labios entreabiertos de quien me estaba leyendo o plasmando en el folio a medias. También ahora me sentí de ese modo, mientras contemplaba cómo tú te ibas alejando poco a poco.

Yo sí que oí perfectamente el graznido de aquel pájaro, el estridente, al menos para mí, sonido que rayó el aire de la mañana. Recuerdo la calina que avanzaba por la playa, las olas que, simétricas, venían a morirse en la arena, por la que correteaban los cangrejos como animales mitológicos huraños y furiosos. Recuerdo tus pasos decididos, nuestra conversación, las palabras que salieron, por último, de tus labios, la desazón que todo eso me produjo. Recuerdo el brillo del sol sobre las aguas, el arco iris que finalmente se abrió paso entre la llovizna, combado como una esfera semienterrada, tapada por los picos de la cordillera que se elevaba a nuestras espaldas. Recuerdo el tufo casi putrefacto de las algas muertas, el salobre aroma de la mar en los rompientes, el faro encendido aún a esas horas, lo estúpidas que pueden llegar a ser a veces las personas...

Me di la vuelta y me colé en uno de los bares que se veían al principio de la playa. Tomé café y algún dulce que asomaba por una de las vitrinas. Desayuné, al fin, a solas, con la conciencia intranquila y la sensación de que nos habíamos equivocado una vez más. Mi manía literaria me asaltó entonces de nuevo y comencé a sentirme personaje, sujeto pasivo de una acción inventada por otro. Creo que en esa ocasión entré de lleno en la obra.

En la parte opuesta de la barra, el camarero limpiaba unos vasos con el aire cansino de un gato cebado. Sus ojos de cuando en cuando caían sobre mi persona de una manera irreal, como si también formara parte de la novela; en un momento dado, sentí la necesidad de acercarme hasta el servicio. Abrí la puerta y me miré en el espejo que colgaba en una esquina por encima de un lavabo mugriento y lleno de ceniza. La meada que expulsé hizo un arco perfecto antes de caer en la taza. La sensación que experimenté (como si estuviera leyendo) me llenó de asombro. Creo que temblé por un momento. Cuando salí a la fría y solitaria sala de aquella cafetería, el camarero ya no estaba. Aproveché la coyuntura para escabullirme sin pagar mi desayuno. Sabía que no importaba; eran simples detalles que pasaría por alto la mente del que me estaba inventando en ese momento, sobre las baldosas del paseo marítimo. A solas, como en las malas novelas de dudosa psicología, supe que tenía -no me quedaba más remedio- que mirar por encima de la barandilla cómo se rizaba el océano y que tenía que pensar en ese momento lo que estaba pensando. Sentí frío, sabía que tenía que sentirlo, y me abroché la chupa. Apoyado en la rectilínea piedra permanecí aún mucho tiempo mirando la nada, que se mecía en la superficie de las olas como una balsa que regresa. En el momento adecuado, miré a mi espalda: alguien se aproximaba silencioso. No reconocí al sujeto. Tampoco me importó no fijarme en su aspecto. Sabía que eso no sería importante para determinar un desenlace. Personaje o no de aquella novela, presentí que todo estaba llegando demasiado lejos e intenté con todas mis fuerzas abandonar esa perspectiva desde la que me estaba viviendo a mí mismo.

Normalmente, cuando lo necesito salgo sin problema de esa versión novelada de mi vida; pero en esta ocasión sabía que iba a ser difícil. En realidad no sé si entonces lo sabía; no sé si me había planteado la posibilidad de quedarme allí para siempre, como creo que me estaba ocurriendo. Sin saber por qué, me descubrí de nuevo paseando por la arena, por el camino que la marea deja en su retirada, esa fina línea que parece fundirse en el horizonte si estás en una de esas playas amplias y largas y solas. Oteé el horizonte (no sé cómo me entretenía en cosas semejantes) y se me ocurrió que el que me estaba ideando no debía de tener las ideas muy claras acerca de lo que iba a pasar a continuación. Decidí dejarme llevar por el dictador invisible y permanecer a la expectativa, pero no ocurrió nada. Al cabo de un tiempo, me senté en la arena humedecida y me distraje con los pequeños y pulidos guijarros que se veían por la zona. Previsiblemente, me entretuve en lanzarlos por encima del agua, tal y como se describe en esa novela que alguien estaba llevando a término, pude sentirlo entonces. Oscurecía. Aunque para mí aún no había transcurrido tanto tiempo. De nuevo unos pasos vinieron a sacarme de mi ensimismamiento. Pero entonces no sentí la necesidad de volverme. Creí saber quién se acercaba. Por un momento creí también que todo había terminado, que había sido una ensoñación más larga de lo acostumbrado. No me esperaba que el autor de la trama hubiera decidido que yo muriera apuñalado sobre la arena de esa playa y, por lo tanto, no sentí la mano que apretaba contra mi espalda una navaja angosta y afilada. El final, sangriento, no lo revelo; siempre he creído que contar el final de un libro es como matar su personaje antes de que crezca...


Soy Eladio Bulnes Jiménez, natural de Cáceres, Extremadura, España; tengo 35 años.


RELiM
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