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El Inocente

Por Raquel Mosqueda

Va a haber sangre, dicen: la sangre quiere tener sangre: se ha sabido que se movían las piedras y hablaban los árboles: augurios y relaciones bien comprendidas, con urracas, cuervos y chovas, han sacado a luz al asesino más oculto. ¿Cómo va la noche?
Macbeth, Shakespeare
De la Crónica de la ley taimara

Sólo una cosa sé: nadie es inocente.

Soy el último de mi clan, no queda nadie más que yo para contar cómo poco a poco, todos aquellos que forman mi sangre han perecido. Ahora es mi turno.

Con la luna roja se cometió el crimen. Sajila, valiente guerrero yaipurú, fue asesinado. Nuestra tribu, orgullosa de sus leyes, sacrificó entonces al primer inocente. Los yaipurú acataron el sacrificio y se retiraron en paz; sin embargo, el asesino había probado ya el sabor de la muerte y algo en él pedía más: volvió a matar. Esta vez los yaipurú querían al culpable. Los taimara no cedimos: la sangre impura mancharía nuestra raza. Matar al criminal desencadenaría una venganza sin fin; por otra parte, nadie sabía quién era el verdadero asesino. Una nueva víctima fue elegida. Para calmar a los yaipurú, se determinó sacrificar a la favorita. Los bellos ojos de Nahela fueron entregados como ofrenda. Nuestros vecinos comprendieron el doble sacrificio y volvieron a retirarse.

Pero los gritos de la venganza se escuchaban ya. Con la muerte de Nahela, su madre había perdido los privilegios de su condición; ahora tenía que trabajar en la cosecha y recibir burlas y malos tratos. Denunció al asesino con los yaipurú. Éstos aún sentían la humillación y la sed. El cadáver del primogénito y futuro señor de los taimara fue hallado cuando malas aves se abatían sobre sus ojos. Entonces, la rabia llenó nuestro corazón. Se exigió el sacrificio de un igual entre los yaipurú. Ellos se negaron, no practicaban nuestras leyes. El rapto fue durante las sombras. Al amanecer, la sangre de la hija de Tajimá, príncipe yaipurú, corría por la estaca más alta de nuestra aldea.

Durante tres días el sonido del tambor hizo llorar a nuestros hijos. Los guerreros se preparaban para la batalla. Los días fueron las lanzas y las piedras. Las noches olor a humo de hogueras para quemar a los muertos. Harto de sangre, nuestro pueblo propuso la paz. Harto de muerte Tajimá aceptó. Era el tiempo de la cosecha.

Luego fue el tiempo de la traición. El corazón de la nueva favorita fue atravesado por una flecha yaipurú. Tajimá entendió entonces nuestras leyes y las hizo suyas. Con su propia mano cortó el cuello de su favorita. ¿Cómo puede cambiarse el curso de un río? Mujeres de una y otra tribu amanecían traspasadas por puñales enemigos. La guerra había dejado pocos hombres, era el turno de los niños. Después del sacrificio, sus cuerpos eran lavados y echados al fuego. Pronto en las aldeas se escuchó el eco de nuestras voces. Nadie recogía la cosecha ni cuidaba el ganado.

Ahora se ha consumado el último sacrificio. El gran Tajimá ha clavado en su propio corazón el puñal. Yo Shikeye, orgulloso señor de los taimara, debo hacer lo mismo ¿quién lavará nuestros cuerpos? ¿Quién encenderá la hoguera? ¿Qué sabía yo de la venganza aquella primera noche en que probé el sabor de la sangre y el crimen? Tal vez la luna roja me incitó, tal vez Sajila no debió nunca de abandonar su aldea para yacer junto a la hermosa Nahela. Sólo una cosa sé: nadie, nunca, es inocente.


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