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El efebo

Por Gabriel Barragán

Mi nombre es Narciso, y no sé quién me lo haya dado, pero fue una broma de mal gusto. Nací en Corinto y mi madre debió ser una de las prostitutas del barrio bajo que, al ver que era hombre, me vendió a Tiestes, tratante de esclavos; él me crió hasta que tuve edad suficiente para ser vendido en el mercado de Roma.

No es una experiencia muy grata ser expuesto desnudo en medio del ir y venir de la gente mientras ves al que creías tu padre ofrecerte a los transeúntes. Ese día fue el primero en que me di cuenta de la ironía de mi nombre: narra la leyenda que Narciso fue un cazador tan hermoso que se enamoró de sí mismo al verse reflejado en un lago. Yo soy tan feo, que nadie quería ofrecer por mí ni siquiera un as. Al fin, fui comprado por el mayordomo de la casa del Senador Marco Rutilio.

Mi vida no ha sido muy grata en esta casa, aunque tampoco la he pasado tan mal. Cuento con amigos de mi edad entre los mozos y con el aprecio de algunos adultos, pero creo que los dueños de la casa no saben siquiera que existo.

Durante las fiestas de Juno Moneta, llegó a la casa un nuevo esclavo, un muchacho de mi edad, sólo que eso era lo único que teníamos en común. Lo llamaban Gallulus (el pequeño Galo) por ser de aquella región, aunque su nombre era Cinna. Era blanco como leche recién ordeñada, de ojos verdeazules enmarcados por unas largas y oscuras pestañas, su cabello caía ondulante y esponjoso sobre sus hombros y su cuerpo parecía el de una joven gacela. Yo lo llamaba cervus (ciervo), dulcificando el sonido de la "c" para que sonara a servus (esclavo).

No sé por qué lo odiaba tanto... miento, sé que lo odiaba por ser todo lo que yo no era: bello, gracioso, amable, el centro de las miradas y el favorito de cuantos lo conocían. Una noche sin luna, me deslicé hasta el jardín trasero y, de pie ante la estatua de Venus, le recriminé su odio hacia mí: me había hecho feo, poco agraciado y de carácter colérico, lo que me acarreaba muchos problemas; la diosa sólo me devolvió la irónica sonrisa de su rostro de mármol.

La fama del joven efebo de la casa Rutilia llegó hasta las estancias imperiales y a ello se debió que Claudia Pompilia, esposa del Senador, organizara un banquete. Todo fue agitación y preparativos, todo debía ser perfecto. Luego de asear la casa, me disponía a retirarme al cuarto de los esclavos, cuando fui extrañamente retenido por el mayordomo quien me ordenó ir con Martha, camarera de la señora; ella, para mi sorpresa, me informó que serviría como escanciador en el banquete y que debía ser arreglado. Ese fue el momento más feliz de mi vida, aunque mi alegría duró poco.

Desnudo, ungido con aceite perfumado, coronado con rosas y con una túnica de seda púrpura, fui conducido hasta la entrada de la sala del banquete donde iba a ayudar a otro con la crátera; en ese momento comprendí todo: ese otro era Cinna, quien estaba vestido con una túnica tosca y sin ningún afeite; sin embargo, se veía mil veces más hermoso que yo.

Mordí mis labios y lo ayudé a llevar la crátera al salón. Marco Rutilio se dirigió a su invitado principal y le preguntó:

—Dime, mi señor Seyano, quién es mi famoso Gallulus.

—¡Ése! —dijo aquella figura aquilina—, el otro es sólo un simio vestido de púrpura.

La noche transcurrió lenta y monótona entre burlas, copas, cantos. Algunos regios invitados eran sacados en peso por esclavos, no sin que antes devolvieran sobre el piso lo que habían ingerido en el banquete. Mi amo, Marco Rutilio, dormía con grandes ronquidos mientras uno de sus amigos acariciaba los senos de su esposa. Aurelio, el mayordomo, me hizo la señal de que me retirara y mi corazón enfurecido se lo agradeció.

Cuando caminaba apresurado por un pasillo, escuché unos gemidos lastimeros y ahogados; no pude vencer la curiosidad y recorrí la cortina: con los codos recargados contra unos almohadones y levantando las nalgas, estaba Cinna, el Gallulus; tras de él, con la túnica hasta el vientre, aquel Seyano lo montaba con desenfado, como cuando el caballo cubre a las asnas. Vi los hermosos ojos de Cinna que, anegados en llanto, se clavaron en los míos suplicando ayuda; su boca estaba ensangrentada, aquel hombre debió morderla al besarla; sobre sus muslos se hundían los dedos del invitado, amoratando su carne blanquecina... no pude ver más y salí corriendo.

Cinna fue obsequiado por Rutilio a Seyano, el cortesano más influyente del palacio de Tiberio. La noche del obsequio, me deslicé nuevamente al jardín trasero y, de pie frente a la estatua de Venus, le ofrecí unas rosas y sacrifiqué una tórtola. Era mi forma de agradecerle que me hubiera hecho feo, poco agraciado y de carácter colérico.

Gabriel Barragán nació en la ciudad de México un 17 de octubre de 1970. Su vida ha transcurrido entre libros. A pesar de que en algún momento se inclinó por las ciencias, las letras atraparon su interés de manera decisiva, hasta el punto de llevarlo a definir su área de estudio: la cultura clásica. Actualmente comienza a forjar su camino como profesor del área de Historia y Cultura Griegas en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).

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