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Guadalupe

Por Rosario Covarrubias

A mi madre que ha alcanzado su sabor de tierra.
A mi hermana Raquel que siempre ha buscado un lugar donde pisar seguro.

¿Qué nos da nombre en esta vida, ese nombre por el que no somos confundidos con otros, que nos hace distintos y, a veces, tan parecidos...? Es la pregunta que asalta en cada gesto, en cada voz, en cada mirada y cada silencio; nadie se llama como yo, y yo soy ese nombre. Y detrás de él —acaso— una guarida, una guarida de lobos, cada uno con su etiqueta, con su nombre; miedo, amor, egoísmo, envidia, soledad, afecto, fe... Todos somos Guadalupe ancestral, hereditario ser en un universo de siglos, de conquistas y derrotas, de mundos destruidos, construidos, acabados. El alba de los nuevos tiempos, de los viejos moribundos que no acaban de morir, el grito que asalta el espacio-laberinto de los siglos; el mestizaje innegable de nuestra concepción moderna. Corre la idea y la historia, persiguiendo otra idea y otra historia, envuelta en la agonía de nacer y de no ser más que simbiosis de herencias encontradas, opuestas, lejanas e incomprensibles. Mientras tanto, somos lo que la historia ha legado; ese afán inacabable de ser y no ser. Somos María, somos José, somos Pedro o Santiago, Flor o Lluvia, pero, sobre todo, somos Guadalupe de mil pasiones y vivencias, de creencias antiguas y dolores actuales, enraizados, lacerantes. Lobos liberados en el centro de una canción que inventamos para sentir el universo. Para ser un universo de notas rotas, unidas unas a otras con adhesivos de tierra, del barro nuestro de cada día, pisado y repisado por plantas de prisa industrial, de tiempos modernos, de asfaltos de ciudad grande, de desgracia sin rostro, de máscara prestada. Es el sincretismo secular, inacabables siglos. Y, aún, no somos, o somos historia de retazo que pretende ser completa en este concierto de partituras. Buscar el concierto en el desconcierto doloroso de nuestros nombres, nuestro color de medias tintas. Somos nación de alumbramiento de tierras prometidas, hijos de nación que no acaba de nacer, y hace de su nombre la deidad dolorosa de su paso por el mundo, esa deidad que se niega a arrojar sus ojos, sus brazos, su cabeza de barro sobre el pasado. Esa deidad y ese nombre somos nosotros: todos nos llamamos Guadalupe.

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