Ir al inicioRegresar a "La casa de Asterión"


El "no" de las niñas

Por María Leticia López Serratos

Me siento un poco cansada. Mejor dicho, estoy muy cansada. Tengo sueño. Es, quizá, porque he permanecido muchas horas ante la computadora. He estado tratando de hallar el hilo negro de la vida (la mía) e intentando resolverla (la de los otros). La complejidad (¿o la complicación?) de mi caótico cerebro se empeña en inmiscuirse arbitrariamente con el alma; esto me ha mantenido en estado de pasividad emocional. O tal vez es el alma irreverente y rebelde la que se empeña en permear de algún sentido mis obstinadas reflexiones sobre el significado de la vida; probablemente esto me ha conducido a la pasividad intelectual. ¿Es la línea recta de lo cotidiano, esa patética vía de lo rutinario lo que me tiene sin ánimo de continuar?

No... por supuesto que no he pensado en el suicidio, ¡por Dios! Querrás decir la muerte. Ésa ya está aquí. ¿Qué diferencia hay entre vivir muriendo a diario y dejar de respirar?; o, mejor ¿en qué se distingue la cotidianidad estéril de la muerte? ¿Cómo llamas tú a la vida que se queda transcurriendo en el plano meramente biológico? Yo la llamo muerte. Sí, ya lo sé; tus ojos (nunca tu voz) siempre me dicen que exagero, que me complico demasiado la existencia con tantos cuestionamientos que no me conducen a nada; pero, ¿sabes?, prefiero que me lo grites, que manifiestes tu enojo, tu dolor, tu angustia o tu frustración a que te sientes en la orilla de la banqueta a esperar a que "se me pase la crisis". A veces eres muy versátil: te conviertes para mí en regazo, en luz o en sombra; sólo que nunca me has preguntado si quiero o necesito un regazo, la luz o la sombra. Otras, le agregas horas a mis días robándolas de los tuyos, tus días, ¡total!... ¡para lo que te sirven! Prefiero que me dejes experimentar tu ausencia y que te reserves la dignidad de proclamarte libre de mis ataduras y condenas; porque, sin que tú lo sepas (y eso es peor aún), te tengo atado y condenado.

Hay muchas clases de muertes (o de ataduras y condenas, si lo prefieres). Es muerte esta ridícula manía de participarte mi sentir y pensar, absolutamente convencida de que no entiendes nada; esta rara costumbre de monologar, de hablar conmigo estando tú presente, preparándote el café y encendiéndote el cigarro unas veces, permitiendo que mis manos aniden en las tuyas por un acto de compasión mecánica para hacerte creer que te tomo en cuenta, o ignorándote otras simplemente. Es muerte que mi razón me revele las contradicciones de un credo caduco y que yo pretenda vivir en conformidad con las enseñanzas del rebelde más extraordinario de todos los tiempos sin comprender su humillación en la cruz, ni por qué murió por el perdón de los pecados, y mucho menos por qué él tendría que morir por los míos; me resisto a aceptar que el poner la otra mejilla sea un acto de humildad y de amor, incluso hacia quienes te dañan. Si tú me golpeas la mejilla, yo te rompo todos los huesos. También es muerte que se dé por hecho un compromiso entre nosotros y que nadie sea capaz de comprender que no todos esperamos el mismo tren, que hay muchos trenes y que prefiero seguir a pie antes que subirme al tuyo o a cualquier otro. No... espera, no se trata de una flecha dirigida contra ti; no me disgusta, ni siquiera me interesa tu tren; me molesta, más bien, la opinión generalizada de que todos debemos abordarlo. Pero, claro, olvidaba que nunca has comprendido mis metáforas; sólo voy a aclararte algo, no para disculparme contigo, sino conmigo: tú no sabes andar a pie y yo no sé hacerlo de otra forma. No es culpa tuya, es sólo que me da flojera sentarme en la butaca que me asignen; por eso no pudiste entender que no llorara de alegría (como en las telenovelas) cuando me ofreciste "llevarme de blanco al altar", ni que te respondiera que el blanco no me gustaba y que no tenía vocación de esposa ni de madre... pero lo irónico es que, sin haberte dado cuenta, me hiciste la pregunta que sigue haciendo eco insistente en mi cabeza: ¿cuál es, entonces, tu vocación?

No, gracias, no puedes ayudarme porque lo que busco queda a miles de leguas incluso de tu buena fe. Déjame continuar sabiéndote libre de mis ataduras y condenas, déjame desgastar mis horas y derrochar mis días a mi manera. Y ya, por favor, deja de preocuparte por mí. Estoy bien... al menos ya no tengo sueño.


RELiM
http://www.relim.com
ilianarz@servidor.unam.mx