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BRASIL/SUECIA

La demencia de la cordura

Por Bruno Kampel

Se despertó no muy bien dispuesto. De hecho, como de costumbre en los últimos meses, el reloj despertador, además de traerlo de vuelta a la realidad, desencadenaba un diluvio de urgencias que había que atender una por una.

La primera, indispensable para poder continuar con el día que comenzaba, era saltar de la cama en cuanto el despertador sonara, ir corriendo hasta el guardarropa y abrirle las puertas rápidamente, intentando sorprender a los fantasmas que allí pasaban la noche. Infelizmente, sin éxito. Por lo menos hasta hoy.

Sí, estaba convencido de que entre los pliegues de las horas que la madrugada fabrica y aprovechándose de su torpor somnoliento, los fantasmas invadían su armario y allí pasaban el tiempo planeando su muerte.

Se había entrenado para levantarse de la cama ni bien sonase el primer "riinng" del despertador y, sin pérdida de tiempo, abrir las puertas del ropero; pero, la verdad sea dicha, las fantasmas hasta ahora habían sido más rápidos que él, porque no había podido agarrarlos con las manos en la masa.

Después de verificar que el guardarropa no significaba un peligro, fue al baño y se puso de espaldas al espejo para que éste pensara que no tenía intención de reflejarse en él. Ni bien el espejo confiadamente bajó su guardia, se dió media vuelta y, con un aire triunfal en sus mejillas, empezó a afeitarse. Mientras lo hacía, no dejaba de espiar de reojo la cesta de la ropa sucia porque sabía que también allí los fantasmas le habían tendido una trampa mortal.


Felizmente, hace tiempo que había descubierto que, si abría el cesto de la ropa a las 7:17 en punto, nada malo le ocurriría. Se felicitaba por su inteligencia y percepción ya que sin ellas, estaba seguro, hace mucho que hubiera perdido esa guerra sin cuartel que le habían declarado.

Ya duchado y vestido, quedaba pendiente el desayuno, y la cocina fue el lugar al que dirigió sus pasos, en un ritual que se repetía cotidianamente.

Una vez allí, y mientras el pan no se tostaba y la leche no hervía, apoyó una silla en la puerta del horno porque sabía que también allí estaban, esperando cualquier descuido de su parte. Terminado el desayuno, volvió al baño y, como despedida antes de salir, introdujo la cabeza en la máquina de lavar ropa y gritó sus consignas para ese día:

-¡La reina del Paraguay es la prima de la enema del general! ¡El edificio se niega a someterse a la educación sexual! ¡Quiten las manos del pubis del Canal de la Mancha!

Después de esas tres y, gritando tanto que casi se quedaba sin voz, dio sus últimas instrucciones:

-¡Los genitales del coche exigen nuevos amortiguadores! ¡Extrangulen a todos los sinpescuezos! ¡Basta ya de sepulturas dietéticas y de postres cibernéticos!


Sacó la cabeza de la lavadora, agarró el paraguas que dormía en la cama de la asistenta que no tenía, abrió la puerta y salió.

Aunque vivía en el octavo piso, sólo usaba la escalera porque estaba al tanto del pacto firmado entre el ascensor y sus enemigos. En cada piso fue abriendo las pequeñas portezuelas de los contenedores de la basura para saber si era perseguido.

Llegó al garaje y, antes de entrar en el coche, cumplió con todas las instrucciones que había aprendido para descubrir si los fantasmas se habían infiltrado en el vehículo. Dos saltos sobre el pie izquierdo, el dedo meñique en la nariz, un meneo rápido de la cintura y la palabra mágica mashishumiklin, repetida siete veces. Después, un poco más tranquilo y seguro, entró en su coche y partió hacia el nuevo día.

La distancia a recorrer no era mucha y durante el viaje se divertía mirando por el espejo retrovisor a las fantasmas que corrían atrás del automóvil. Aceleró y así los perdió de vista.

Hoy -pensaba- era uno de los días que menos le gustaban porque tenía que ir a la consulta en la clínica psiquiátrica. La verdad es que no le encontraba gracia, pues no creía en ninguno de los tratamientos, ya que estaba segurísimo de que la locura no existía.

Cuando llegó a la clínica, salió del coche, se arregló el nudo de la corbata que no usaba y, silbando una letra sin música, abrió la puerta. Apenas entró, hizo su primera rabieta del día, ya que, a pesar de sus esfuerzos por llegar temprano, como siempre, alguien se le adelantó. La sala de espera ya estaba repleta de pacientes que aguardaban la hora de ser atendidos.

Miraba para todos los lados sin saber qué hacer, hasta que la enfermera-recepcionista se acercó y, con una sonrisa en los labios, le dijo la frase que él ya conocía de memoria: " Buenos días, doctor Alfredo. En cuanto esté listo avíseme para hacer pasar a su primer paciente".

Mi nombre es Bruno Kampel, y, a pesar de haber nacido en Río de Janeiro, me crié en Buenos Aires, y viví algunos años en Palma de Mallorca. Soy especialista en marketing internacional, y me encuentro actualmente en Suecia, en la ciudad de Hudiksvall. Cursé estudios de abogacía en la Pontificia Universidad Católica de Río de Janeiro, así como cursos de marketing en Londres y Buenos Aires. Tengo 54 años y escribo hace más de 40. También hago un poco de poesía.

RELiM
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