Revista Electrónica de Literatura Mexicana
Número uno. Octubre-diciembre de 1998
Sección: Arrieros somos...

Kafka

Por Javier de la Mora Peña

Estás en la oficina revisando unos papeles. Lees un escrito enviado por la dirección de la compañía donde trabajas. Distraído, dejas que el café se derrame en tu camisa. Se trata de una amonestación por bajar tu rendimiento laboral. Recorres cada línea con tus ojos sombreados por manchas lívidas, señal de las horas nocturnas invertidas en el trabajo literario. Repentinamente -después de frotar una de tus enormes y puntiagudas orejas- arrugas el papel entre tus manos y lo arrojas con indiferencia al cesto de basura.

Ser empleado te resulta insoportable porque contradice al único anhelo que tienes en la vida: el oficio de escritor. Sin embargo, si no conoces y sufres tal confinamiento burocrático, no te percatarás de la gran maquinaría ethopoiética que nos crea y nos modela hasta hacer de cada uno de nosotros un gigantesco insecto con memoria humana o un personaje sentenciado a la frustración y a la muerte acompasada. Eso es lo que somos al final de cuentas y tú lo descubres plenamente. Sólo tú conoces la esencia del hombre de este siglo, resultado de la mezcla sofocante de impotencia y desencanto.

Muchos ingenuos te acusan de locura y a tu obra la presentan como un continuo historial de neurasténicas manías. No son capaces de reconocer, porque acaso no lo saben, que formas parte de una gran generación de innovadores de este siglo, Stravinski, Webern, Bartok, Apollinaire, Musil, Joyce, Picasso, Branque. Con la pluma trazas las exactas coordenadas sin las cuales es imposible completar el mapa existencial del siglo xx. El universo burocratizado. La oficina no como fenómeno social, sino como laberíntica esencia de lo humano.

Llega la hora de salir. Recoges el portafolios lleno de seguros sin vender y dejas la correspondencia en tu escritorio. Sólo piensas en llegar a casa y seguir escribiendo, terminar la idea que dejaste inconclusa por venir a la oficina. Tratas de olvidar el papeleo mientras caminas a la esquina. Esperas el autobús, enciendes una pipa, repites en silencio los párrafos que redactaste el día anterior. Este día ha sido idéntico a cualquier otro. Cuando llegas a casa te sientas de nuevo en la mesa de trabajo a escribir sin descanso hasta ver la luz del día siguiente.

Las ideas van llegando poco a poco a tu cabeza. Primero un nombre "Gregorio Samsa". Después de un salto lo conviertes en un bicho. Desde la primera línea lo despiertas de un sueño intranquilo convertido en un insecto torpe y espantoso. En quienes le rodean tan sólo logra causar curiosidad y compasión. Así es el hombre del novecientos. Incapaz de levantarse por sí mismo aunque en ello invierta frenético toda su violencia e ingenio destructor. Como insecto, se encuentra sólo preocupado por satisfacer sus elementales exigencias de comer, dormir, aparearse, trabajar y defecar. Y todo ello frente a la intriga y escasa compasión de los demás. Semejantes a Gregorio Samsa, no somos capaces de conseguir que nos traten con amor, estamos solos en el siglo, como verdaderos extraños y objetos sólo de curiosidad y alevosía.

Al día siguiente retomas el camino a la oficina. Te sorprende pensar que hay muchos que disfrutan su trabajo. Siempre has creído que el trabajo es una obligación inequitativamente compartida. Trabajas nueve horas diarias por ochenta coronas. Ochenta coronas que bien sabes no compran todo el conocimiento que estás perdiendo en la podredumbre del tiempo derrochado. Caminas pausadamente como no queriendo llegar a la oficina. Te sientas frente al escritorio y sigues revisando los papeles que dejaste pendientes el día anterior. Sin lograr concentrarte dejas a un lado la lista de gente a quien vender seguros y buscas en el cesto de basura la amonestación de ayer.

"¿De qué diablos me culpan?", te preguntas con el mismo tono que K. en El proceso. En estos tiempos a nadie le interesa comprar seguros contra accidentes. Además, eres un simple auxiliar en la compañía Assicurazioni Generali. Desde que entraste a trabajar en ese lugar llevas una vida completamente desordenada, según lo afirmas. Siempre reconoces que tu trabajo es triste. Pero por ahora es la única vía que te da, al menos, tranquilidad material y, aunque el tiempo libre es poco, gracias a tu estancia en esa empresa has logrado escribir cosas importantes.

Por ejemplo, estoy seguro de que Josef K. nació en aquella compañía. El tradicional funcionario bien disciplinado, pulcro y servil. Con ese personaje nos mostraste qué significa vivir en un siglo burocratizado y cómo deshonra a nuestra existencia. Nos enfrentaste brutalmente a una realidad poco evidente para muchos: no podemos cambiar nada de nuestra dimensión más inmediata. La sociedad está lejos del insignificante ciudadano. Una sociedad sin individuos, gobernada por sistemas burocráticos impersonales e insensibles.

Pero no todo en tu vida fue oficina y burocracia. También te veo exigiendo a tu padre explicaciones por el tipo de judaísmo que te enseña y condenando la falsedad con que lleva a cabo sus prácticas religiosas. Te veo genialmente religioso en un siglo que jamás tuvo fe en el hombre y que nunca logró tener fe en Dios. La prueba de ello la das en El proceso que conduce a la ejecución sin misericordia de K. Y también lo pruebas en El castillo al que nunca se llega; donde K. luchó por obtener un trabajo y un lugar en sociedad. Todo en ti es no sólo un intento de fuga de tu padre, es, además, un intento de fuga de un mundo sin fe. En tu obra la ficción deja de ser arte para convertirse en teoría: todos somos "Gregorio Samsa". Tu inspiración, imaginación y fantasía pasan a integrar la reflexión del mundo y de la vida de este siglo.

No obstante, también te vi indeciso. Nunca lograste por completo desplegar tu vocación. Siempre tuviste miedo de lanzarte al camino de las letras y entregarte a ellas con certeza y mansedumbre. Es cierto que hiciste a un lado la vida doméstica, social y nacional; incluso tuviste el valor de eludir las apariencias morales y los valores de posesión y comodidad. Pero fuiste incapaz de esclavizarte a tus propios ideales y principios de existencia. Este fue siempre el dilema de tu vida y de tu obra. Tu sentido de culpa, tu cobardía y tu exagerada rectitud de conciencia se originaban en la incertidumbre que en ti representaron los dos horizontes de la existencia humana abstracta e incolora.

Sin embargo, Kafka, no te culpo. También tú eres un hombre del siglo xx. Y hasta con tu propia vida nos reflejas -como en un cristal enterrado al rayar nuestra centuria- nuestras propias limitaciones y nuestros propios miedos.


Javier de la Mora Peña tiene 29 años. Estudió Filosofía y Ciencias Sociales; es escritor. De 1993 a 1997 vivió en el Corredor Europeo Madrid-París. Es autor de cuentos y ensayos. Escribió su primera novela, La vida de Saviero Cobían, en 1989. De 1990 a la fecha ha estado elaborando Ensayos II. Actualmente trabaja en su segunda novela.


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ilianarz@servidor.unam.mx