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Animales de tierra - I

Por Karla Cobb


Depende...
¿De qu
é depende?
De según como se mire
Todo depende...

Jarabe de Palo

Aunque ya se ha dicho hasta el cansancio, Augusto Monterroso es el gran parodiador latinoamericano de la humanidad; un irredento etólogo literario de las pasiones del hombre, que con breves líneas (anti)fabulescas recrea los comportamientos cotidianos del ser junglario tan bien descritos ya al final de la década de los sesenta por Desmond Morris en su clásico (y en ciertos aspectos rebasado) El mono desnudo (1967).

"Los animales se parecen tanto al hombre que a veces es imposible distinguirlos de éste", dice el autor guatemalteco con palabras de K'nyo Mobutu para abrir su libro La oveja negra y demás fábulas (1969) —breve y sustancioso homenaje a los bestiarios medievales y a la neoclásica tradición fabulística hispanoamericana—, donde un prodigioso miligramo de lucidez despliega ante los ojos del lector la marcha incansable de la ardua maquinaria social. No es nada raro, entonces, que los personajes de La oveja negra... se relacionen una vez y otra con términos psicoanalíticos y situaciones sociales propias para un análisis: neurosis, compulsiones, depresiones, obsesiones, frustraciones, luchas de poder.

La relación literatura-psicoanálisis ha sido controvertida por la tendencia sesentera de mirar los textos literarios como joyas de autoanálisis donde pueden rastrearse los rasgos psíquicos de un autor: una especie de espejo deformado de la realidad biográfica que lleva irremediablemente a conclusiones equívocas (o al menos incomprobables) que poco iluminan la obra y, sí, en cambio, pueden perjudicarla al sobreponerle una biografía tejida muchas veces con puros hilos especulatorios. Es célebre, por ejemplo, la discusión sobre T. S. Elliot a propósito de su supuesta homosexualidad. ¿Su poesía se beneficiará en algo cuando alguien muestre con pruebas irrebatibles una resolución? Ése no es, ciertamente, el punto de esta breve reflexión. El enfoque es, más bien, uno muy diferente que se beneficia más de los trabajos sobre arte y literatura que hace Julia Kristeva en Sol negro. Depresión y melancolía (1987) a propósito del vínculo entre la creación artística y los estados melancólicos del creador. Un estudio que recae en los personajes de ficción y no en sus autores, aunque los ilumine con pasajes ilustrativos de la vida y el temperamento de sus creadores: en pintura, por ejemplo, Kristeva contempla al Cristo muerto (1521-1522) de Holbein a la luz de la catástrofe anímica provocada por la pérdida de fe del artista; y en literatura, emparienta la conmoción melancólica de Dostoyevski al contemplar el cuadro de Holbein con la creación de personajes tan dolorosos como el Raskolnikov de Crimen y castigo (1866).

La luz que aquí interesa rescatar, pues, no se centra en el autor sino en los personajes que ha creado. Una sociedad como la que describe Monterroso en La oveja negra... no puede ser sino producto de un agudo autoconocimiento emocional (y por ende, de un conocimiento de los seres que lo rodean), pero eso se entiende y se da ya por sentado. Los motivos que lo conducen a esa gran autorreflexión sobre su ejercicio de escritura sólo él los conocerá. Lo cierto es que su obra es un espejo de los múltiples rostros de una realidad inexorable: los grandes problemas de la humanidad provienen sin duda de problemáticas individuales, tal como asegura la filosofía oriental shaolin. El amor, el odio, la alegría, la tristeza, los sentimientos humanos todos se expresan con carácter lúdico y mirada penetrante en una literatura emparentada con la más pura tradición de los bestiarios medievales que sugieren que la materia prima con que se confeccionan los animales (y el hombre, aunque muchas veces intentemos pasarlo por alto, es uno de ellos) se compone indefectiblemente de sangre, carne, huesos e instintos.

El primer personaje que interesa subrayar aquí es, entonces, el del psicoanalista mismo, ese animal de tierra que con su fuerza receptiva contiene el agua desbordada de sus pacientes. En la obra de Monterroso, este personaje se transfigura en un "celebre Psicoanalista" que, al encontrarse "cierto día en medio de la Selva, semiperdido", decide dedicarse a la actividad más propia de su oficio: la observación. La mirada de este personaje tomado de "El conejo y el león" (texto que abre el libro) es, como la del narrador, el punto de vista desde el cual se organizará el discurso de toda La oveja negra... Un hombre cuyo "instinto y afán de investigación" lo llevan a observar desde lo alto de un árbol "la vida y costumbres de algunos animales, que comparó una y otra vez con las de los humanos".

Así, el narrador relata el encuentro del León y el Conejo, en el que opera un mecanismo simple de comportamiento primario de supervivencia: el León ruge y alardea de su fuerza; el Conejo comprende su debilidad y se retira. El célebre Psicoanalista deduce: "el León es el animal más infantil y cobarde de la Selva, y el Conejo el más valiente y maduro: el León ruge y hace gestos y amenaza al Universo movido por el miedo; el Conejo advierte esto, conoce su propia fuerza, y se retira antes de perder la paciencia y acabar con aquel ser extravagante y fuera de sí, al que comprende y que después de todo no le ha hecho nada".

Con estas primeras líneas Monterroso anuncia la intención de su libro: el narrador es el equivalente literario de la figura del psicoanalista. El escritor observa, comprende y propone un tratado de ficción de las pasiones humanas como resultado de esas observaciones, su destreza literaria y su fuerza narrativa.

Esta concepción del escritor como observador queda magistralmente expresada en "El mono que quiso ser escritor satírico", donde, además, empiezan a entrar en juego las situaciones dignas de psicoanálisis que refería en un principio. Un Mono quería ser escritor satírico, "pero pronto se dio cuenta de que para ser escritor satírico le faltaba conocer a la gente y se aplicó a visitar a todos y a ir a los cocteles y a observarlos por el rabo del ojo mientras estaban distraídos con la copa en la mano". Tan agudamente observó, que llegó un punto en que se dio cuenta de los defectos y atrocidades que operan en todos los animales. Así que, poco a poco, ante el desespero circular de ver que para escribir sobre ellos tendría que escribir en contra de quienes lo invitaban a sus celebraciones sociales (primer requisito para ser escritor satírico, pues las reuniones eran el lugar idóneo para la observación), fue desistiendo paulatinamente de su oficio; renuncia que le costó incluso la cercanía de sus "amigos" y de él mismo. Llegado el momento de la lucidez, el Mono "renunció a ser escritor satírico y le empezó a dar por la Mística y el Amor y esas cosas; pero a raíz de eso, ya se sabe cómo es la gente, todos dijeron que se había vuelto loco y ya no lo recibieron tan bien ni con tanto gusto".

Esta problemática se complica aún más (o facilita, según quiera verse) cuando lo que entra en juego es una lucha de poder como la referida en "El sabio que tomó el poder". Aquí, el narrador advierte cómo el Mono, ante la revelación de ser un animal inteligente, se da a la tarea de convertirse en sabio y se enfrenta nuevamente a su miedoso rival el León. Pero esta vez ocurre de otra manera: el Mono, en su sabiduría, deduce que quien debe llevar las riendas del reino es el animal más sabio y no el de mayor fuerza y menor cerebro. Así que, "armado de valor y aclarando una y otra vez la garganta, durante más de una hora expuso al León con largas y elaboradas razones la teoría de que de acuerdo con la lógica más elemental los papeles debían cambiarse, pues para cualquiera con dos dedos de frente era fácil ver cómo lo aventajaba en descendencia y, por supuesto, en sabiduría". Situación que se lleva a efecto, y el Mono toma el trono mientras que el León toma la pluma. Pero el León pronto muestra sus deficiencias intelectuales, y "cuando el Mono lo regañaba por alguna orden mal entendida o por un discurso mal redactado", el León le daba un zarpazo, acto que poco a poco fue consumiendo el cuerpo frágil del nuevo rey. Así que, al final, el Mono mismo es quien ruega por volver al antiguo estado de cosas, "a lo que León, aburrido como desde hacía mil años, le respondió con un bostezo que sí, y con otro que estaba bien, que volvieran al anterior estado de cosas, y le recibió la Corona y le devolvió la pluma, y desde entonces el Mono conserva la pluma y el León la Corona".

Que en el mundo aún hay cosas que conservan efectivamente un orden inalterable, no parecen reconocerlo muchos de los personajes del libro que insisten en comportarse guiados por una suerte de compulsión neurótica que les quita el sueño; una especie de resistencia a verse a ellos mismos con claridad, como la que ocupa las noches de "El espejo que no podía dormir", "un espejo de mano que cuando se quedaba solo y nadie se veía en él se sentía de lo peor, como que no existía". Situación que a él lo hacía sentir como burlado por el resto de los espejos, pero que en realidad a ellos les tenía muy sin cuidado, pues "cuando por las noches los guardaban en el mismo cajón del tocador dormían a pierna suelta satisfechos, ajenos a la preocupación del neurótico".

Casos más espectaculares aún sobre estas luchas de poder pueden comprenderse cabalmente, sin embargo, cuando Monterroso nos entrega el retrato del tramposo e hipócrita Camaleón, "a quien le había dado por la política" en un lejano "tiempo malo" vivido en la Selva.

La anécdota de este personaje es tan lamentable como la del León de otras historias porque no es la inteligencia o la sabiduría lo que lo mueve sino justamente la falsedad y las artimañas de quienes aún no tienen la experiencia de llegar hasta el fondo de sí mismos. Un día los animales de la comunidad, advertidos por la Zorra, empiezan a contrarrestar los cambios de color del Camaleón con vidrios de colores que ponían frente a sus ojos según lo demandara la situación: "de manera que cuando él estaba morado y por cualquier circunstancia del momento necesitaba volverse, digamos, azul, sacaban rápidamente un cristal rojo a través del cual lo veían, y para ellos continuaba siendo el mismo Camaleón morado". Pero la astucia del mañoso llegó a tanto, que él mismo decidió utilizar las dichas lentes. Así que el mundo se vuelve un caos donde los verdaderos tramposos pasan inadvertidos. Y aquí sucede algo curioso. Como es costumbre en las otras fábulas de este autor, las resoluciones no tienen puntos finales; es decir, se trata de finales en los que las situaciones se relativizan aunque queden claramente expresados los lineamientos de la "¿(a)moral?" (así, con todas las comillas pertinentes) monterrosiana. En este caso, la solución es el establecimiento de una reglamentación que sólo demuestra que la vida sigue siendo la misma desde que el hombre es hombre y que, en efecto, a pesar de las leyes, hay que andarse con cuidado cuando se perciben cama(leones) alrededor. Porque curiosamente el León aparece aquí como el único animal que puede reírse de la situación, jugando un poco el juego cuando tiene ganas de divertirse, desde la situación de empoderamiento clásica de que disfruta cualquier rey de una selva. De esa época oscura de la vida de los animales, cuando apareció el camaleón político —concluye el narrador—, viene el dicho de que "todo Camaleón es según el color/del cristal con que se mira".

Como éstos aquí brevemente pergeñados para iniciar este ensayo, el libro de Monterroso propone una larga lista de animales con carencias, pasiones, deseos y decepciones, y las desata con ingenio en múltiples historias que contemplan desde una Rana que, creyendo estar preparándose para "ser una Rana auténtica", va por la vida complaciendo expectativas ajenas (aunque al final los demás terminaran diciendo que "qué buena Rana, que parecía Pollo"), hasta un Burro y una Flauta incapaces de reconocer que el sonido que emitieron juntos por accidente es el mejor que han producido en sus vidas y, por miedo, incredulidad o asombro, se separan sin volver a intentar siquiera encontrarse.

Como los pacientes a su psicoanalista, los lectores acudimos muchas veces a la obra literaria de quienes, por experiencia (y, por ende, mayor recorrido en sus observaciones), comprenden mejor los caminos de la vida y los misteriosos subterfugios que encierra la literatura misma. Volvemos el pensamiento hacia aquellos animales de tierra que contienen el agua de las emociones, más allá de todo estudio analítico de lo estrictamente formal o del goce de lo puramente estético que suscitan. Monterroso es uno de ellos, porque ha comprendido como Jorge Luis Borges, Julio Cortázar o Juan José Arreola en sus respectivas obras con contenido animal, el admirable parecido entre la conducta humana y el comportamiento de esos seres que no hacen más que reflejar las imágenes de lo que también somos en distintas etapas de nuestra vida: seres de una alta e innegable sensibilidad instintiva.


Karla Cobb: diseñadora y pasante de la carrera de Letras Hispánicas en la UNAM. Actualmente es becaria de El Colegio de México.


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