La vieja se rió del ímpetu de Federico, lo desembarazó del envoltorio y lo dejó pie a tierra. Luego hurgó en el fondo de su morral y, al encontrar lo que buscaba, dejó caer al suelo un puño de relucientes granos de maíz. Federico se precipitó a recogerlos, mientras la vieja se solazaba en ello.
–Ándale, mi Fede, desayúnate, mi gallo lindo… Dichoso tú.
Despachada la magra ración, Federico volteó hacia arriba para mirar a la vieja ora con un ojo, ora con el otro, como preguntando si era lo único que contemplaba el menú del día.
–No te alcanzó ni pa'l arranque, mi niño –dijo la vieja después de interpretar correctamente la inquisitoria mirada del ave.
-Orita que pasemos por un molino o tortillería, vemos si podemos gorriar un puñito de masa o unas tortillitas nejas pa' mi gallito... ¡tan chulo!
El ave se dispuso a explorar el piso circundante; entre tanto, la vieja se alzaba las faldas, se bajaba los calzones y se colocaba en la posición adecuada para defecar. Mientras Federico se empeñaba en rascar una raya de esmalte amarillo pintada sobre el piso, ella repasaba con la vista la fachada churrigueresca del sagrario metropolitano. Si a Ofelia no le importaba la gente que pasaba presurosa a su alrededor, mucho menos iba a importarle si la fachada era churrigueresca, si era la portada del sagrario y si éste era metropolitano. Lo único que le preocupaba, de momento, era conseguir bastimento para su gallo. La vieja procedió a limpiarse el culo con un trozo de papel de estraza.
El sol se elevaba por donde siempre; se disponía a darle calor a la vieja Tenochtitlan, iluminando de paso la escena, ruborizado.
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