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La señorita Jane

Por Rosana Curiel Defossé

La señorita Jane preparó su ajuar con todo cuidado, encendió el televisor y, mientras la telenovela de las 9:30 transcurría, se dispuso a arreglar el lugar.

Tomando su té de azahar iba y venía, acomodando flores en el tocador, revisando que las pantunflas fueran las apropiadas para el camisón que había extendido sobre la cama, seleccionando el perfume que usaría esa noche y sirviendo las dos copas de cognac.

Al cinco para las diez se puso su camisón de encajes largo y blanco, se pintó los labios, acomodó su cepillo sobre el tocador, cambió el canal con un leve apretón en el control remoto, encendió su lamparita de buró, apagó la luz y se acostó a ver la película del 11.

Nunca se la perdía. Cada noche se involucraba en una historia distinta: amores, intrigas, crímenes, locura, guerra y pasión que entraban en su cabeza antes de dormir para darle un buen motivo por el cual levantarse al día siguiente y llevar a cabo su vida cotidiana, en la que muy pocas cosas se salían de un orden establecido.

Una vida muy rutinaria, le decían los que seguían siendo sus amigos, porque muchos se fueron alejando de ella al no tener grandes oportunidades de compartir otras experiencias que no encajaran en sus hábitos.

-Siempre haces lo mismo, a la misma hora, de la misma manera... ¿No te aburres?

Pero la señorita Jane argüía que ésa era la mejor manera de llegar a vieja en buen estado de salud, y su teoría en apariencia era cierta, porque a sus 52 años se le veía con una expresión alegre y entusiasta que le daba un aire de gran satisfacción.

Sin embargo, para Lili, su hermana mayor -una mujer que siempre gustó de disfrutar los placeres de la vida y a la que tacharon de escandalosa por la libertad con que gozó sus múltiples amoríos-, era imposible comprender que Jane, a su edad, siguiera pensando como una adolescente.

-Cincuenta y dos años, Jane, se te ha ido la vida en el encierro y la soledad. ¿Cómo piensas que vas a encontrar a un hombre de esa manera? La vida se va demasiado rápido, hay que salir a vivirla, aunque te tropieces, pero hay que vivirla.

Pero Jane estaba muy tranquila, a pesar de lo que para su hermana era un fardo insostenible: su virginidad. Porque nunca se había dado el lujo de perderla; y no es que le hubiera faltado con quién. Simplemente vivía en otra realidad. Siempre esperando quieta, concentrada en no romper su rutina, en no fallar ni por un sólo instante a su horario, a su bordado de las tardes y a su película del 11. Ya perdería la virginidad cuando encontrara al hombre de su vida. No tenía ninguna prisa.

Lo que nadie sabía era que precisamente gracias a esa rutina, Jane tenía la fuerza de encontrarse cada noche, a las doce y cinco, con un hombre diferente, con cada uno de los personajes que había observado y escuchado durante dos horas, y que aparecía justo unos minutos después de que llegaba su sueño para hacerla vivir extenuantes y apasionadas aventuras. Cada noche, sueño tras sueño, su rutina se veía violentamente alterada por la fantasía que cobraba vida y que entonces sí se permitía vivir intensamente. Jane se transformaba con cada hombre que la poseía y a todos los amaba con un estilo particular, según el caso. Había aprendido a conocerlos, a entablar varios tipos de relaciones con ellos, con unos más intensas que con otros, y siempre había algo por lo que volvían a ella cuando los convocaba. Porque claro, podían negarse a hacerlo, pudiera ser que su poder imaginativo no tuviera la suficiente fuerza para darles vida. Pero no, siempre volvían, a veces para continuar un romance o para concluir una conversación pendiente, otras para reiterar o cancelar algún compromiso amoroso. Pero volvían. Ésa era la razón de su tranquilidad, de su eterna mirada satisfecha y de su sonrisa, que irradiaba con aire de ser experta en cuestiones de amor. Jane había tenido más amantes de los que nadie se hubiera podido imaginar. De una manera muy peculiar, podría decirse, pero conocía todos los secretos del arte amatorio. Sin embargo, como una señorita no puede contar sus aventuras amorosas sin que se le critique, Jane nunca hablaba de eso. De hecho era un tema que pocas veces se tocaba en su presencia, con eso de que no hay que comer pan enfrente del hambriento...

Entonces Jane, que también era experta en jugar al juego de las apariencias, simplemente se dedicaba a sentir lo que le viniera en gana, con el debido pudor, claro; aunque no era ajena a las bromas que se hacían a sus costillas: ser virgen a su edad ya no era para enorgullecerse. Quizá hasta los treinta todavía no fuera tan mal visto, pero a los 52... ¡Mínimo haber gozado las delicias de algún amante!

A ella nada de eso le importaba. Llegaba con su larga sonrisa de satisfacción a todas partes, a derrumbar los inútiles intentos de otras mujeres -con marido y todo- por ocultar su tristeza y hartazgo, era tan evidente su desolación, sobre todo cuando comenzaban con los eternos y agrios comentarios acerca de los hombres:

-¡No hay uno solo que valga la pena! -decían, y Jane las escuchaba compasiva, pensando en todo lo que se perdían de esa maravilla que eran los hombres, por querer tener uno solo para toda la vida.

Era a ella a quien le parecía insólito pensar en vivir así, solas, aburridas y cargadas por el abandono de hombres fantasmales, extraños al fin y al cabo, que aparecían de vez en cuando a cumplir su papel de maridos, sin preocuparse gran cosa por lo que ellas sintieran.

Así la señorita Jane, rutinaria y sola para algunos, vivía su vida aparentemente predecible, obstinada y obsesionada por sus películas del 11 que nunca se perdía. Casi era posible adivinar, por la sonrisa en su rostro y las palabras que usaba, cuál era la que había visto la noche anterior.

Sus favoritas eran las historias de amor de época, pues al fin y al cabo era una romántica perdida. Por esa razón aquella noche preparó todo con especial cuidado. Pasó un buen rato escogiendo el camisón correcto, revisó muchas veces su cabello y lo peinó como acariciándolo. Al terminar el té, pintó sus labios y se puso unas gotas de Rive Gauche detrás de las orejas y en el vientre, acomodó las dos copas de cognac en su mesita de noche y atenuó la luz de su lámpara. La función ameritaba un esfuerzo extra: Casanova. Todo tendría que ser perfecto.

La señorita Jane ocupó al fin su lugar en la cama de sábanas impecables y bordadas, aspiró hondo y se dispuso a disfrutar de la película y la noche, pero un cambio no previsto en la programación la puso nerviosa. No estaba acostumbrada a esos giros inesperados, y es que de Casanova a Tarzán de los monos había una ruptura de género y tono; aparte de eso, Casanova era un personaje mucho más peculiar y sofisticado que Tarzán, más que nada por sus perversiones. Era un verdadero reto, por ser más difícil e inseguro, a él tenía que seducirlo de una manera muy particular y estar dispuesta a complacer todas sus ocurrencias, para lo cual se había programado durante todo el fin de semana.

Aunque tampoco era para quejarse, podría haber sido mucho peor. El planeta de los simios o Coma. Así que resignada y hecha a la idea, no quiso arruinar su noche, y la verdad, Tarzán estaba a pedir de boca, además era bastante más sencillo y predecible que Casanova. Tal vez por eso con él tenía una relación más íntegra, a pesar de que la última noche que estuvieron juntos discutieron brevemente acerca de su verdadero compromiso con los animales o con el amor, a lo que Tarzán no supo qué responder, pues estaba pasando por un periodo de crisis que ya la tenía un tanto aburrida. Pero Jane sabía que era cuestión de acostumbrarse a esas situaciones: no siempre podía ser todo como en el cine.

La película estaba comenzando. Rápidamente fue a la cocina y trajo un platón con fruta, era muy posible que llegara con hambre. Su copa de cognac la reservó para más tarde y devolvió el contenido de la otra a la botella. Era tan exageradamente naturista... Puso una jarra con agua de limón y un vaso sobre la mesita de noche, y se acostó. Por lo que siguió después se concluye que la función de esa noche le sirvió para aclarar algunos puntos fundamentales de su vida.

No fue necesario que pasara ni un día para que su ausencia en el trabajo fuera preocupante. Nunca había faltado en más de veinte años, a excepción del día en que murió su madre. Por eso las otras dos empleadas la llamaron para saber si había tenido algún problema. Al no obtener respuesta se comunicaron con Lili, quien conociendo la incapacidad de su hermana para romper con la rutina fue inmediatamente a buscarla.

Han sido meses de tristeza para ella. La incertidumbre de no conocer su paradero no la deja dormir, pero lo inquietante del asunto fue que al recorrer su casa no encontraron rastros de violencia. Simplemente una que otra mancha de lodo, algunos trozos de raíces tirados en el piso y unas pequeñas gotas de sangre en las sábanas muy revueltas, que atribuyeron a su ya tardía menstruación o a una agitada noche de insomnio.
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Rosana Curiel Defossé, Historias de señoritas. México, Ediciones Mixcóatl, 1996.


Quienes conocen la obra de Rosana Curiel saben que lo suyo es contar historias y que lo hace al estilo de los grandes narradores: con garra, con nervio, con interés.

[...] Rosana Curiel expone la vida de mujeres lóbregas, solitarias, inescrutables, cuya femineidad es camino hacia el misterio, la degradación, la muerte.

¿Por qué la señorita Jane -pese a su virginidad de cincuentona- tiene mirada y actitud de hembra permanentemente satisfecha? [...]

Hay que acercarse a estos relatos, leerlos con atención, porque cada línea, cada palabra, exhalan el tufo penetrante y asombroso de aquello que hemos dado en llamar vida.

Guillermo Arriaga Jordán


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ilianarz@servidor.unam.mx