Ir al inicioRegresar a "Recentiores"


El abatido

Por Guillermo Espíndola

... Era de noche y caminaba sin rumbo fijo. Él, que no sabía su casta por la cantidad de ellas que los gachupines habían creado, estaba solo y nadie lo quería...

Recorrió las calles oscuras, pestilentes; caminó por aquellos edificios y pasó por varias plazas; en una de ellas se detuvo a orinar en una fuente.

Su piel era morena, casi oscura, y vestía con ropa de manta. Se llamaba Teodoro Martínez y Pérez, tenía 34 años, vivía a fines del siglo XVII; hijo de padre salta-atrás y madre mulata, pertenecía a la casta lobo. Su mamá lo había abandonado a los seis años de edad. Vivía en la calle, en un rincón. Teodoro no había conocido a su papá, que era dueño de un prostíbulo. Lo había matado la Inquisición.

II

Llegó hasta un puente y se paró ahí. Meditando en medio de una torrencial lluvia, tuvo recuerdos vagos de su vida; el mejor para él fue cuando de adolescente se enamoró de la hija del Cónsul del Perú que vacacionaba en la Nueva España.

Dos noches antes bebió pulque. Esa bebida que los españoles consideraban corriente y asquerosa fue lo contrario para Teodoro.

III

...las dos clases de indios y castas se hallan en el mayor abatimiento y degradación. El color, la ignorancia y la miseria de los indios, los colocan a una distancia infinita de un español.1

Cuando trabajaba era aguador; distribuía tanta agua que en su espalda se había formado una joroba. Abastecía el líquido a las castas más bajas y ellas le pagaban a Teodoro con comida o un poco de ropa.

Los del pueblo son los seres más dichosos y con mayores leyes que los protegen del abuso español; ellos, que no resisten los trabajos forzados, fueron consentidos cuando se trajeron a trabajar a esclavos negros de África; las razas inferiores son débiles, qué mejor consentimiento que los trabajos duros, como la minería, los realicen los esclavos.2

IV

Se topó con una cantina que estaba a su paso y quiso entrar, pero el dueño del lugar lo sacó a patadas por lo pobre de su vestimenta; cayó de espaldas en un charco, su joroba le estorbaba para levantarse. La cantina era para peninsulares.

Teodoro siguió el camino que la casualidad le marcaba y se salvó varias veces de ser atropellado por los carruajes que transitaban en las calles llenas de lodo. Caminaba entre las sombras de los callejones y ahí, una vez más, sintió envidia. La gente que regresaba de la juerga a sus hogares venía riendo y caminando rápido para no mojarse. Pero Teodoro sólo miraba y prefería darle la espalda a todos para continuar.

Pasó por aquellas casas en donde repartía agua. Tenía que caminar mucho desde el acueducto. Su instrumento de trabajo era un palo con dos cubetas a cada lado.

V

El alumbrado ligero y terrorífico le recordó aquella vez que se aventuró a meterse en una cueva y sintió una mordedura en la pierna derecha; su sangre brotó de la herida y apenas se vio una sombra muy tosca que corría hacia el fondo de la cueva, después cayó desmayado.

Cuando despertó no identificaba el lugar donde estaba; la humedad y la oscuridad eran muy fuertes, le provocaban pánico. No se dio cuenta de que habían pasado tres días. Esa sombra se alimentó de Teodoro de la misma herida que le hizo. Al salir de la cueva, no sabía qué había pasado; se sentía muy débil y mareado. Cuando vio el sol, se desmayó otra vez y, ya en la tarde, sintió el asco que el sol mismo le provocaba.

Nadie supo decirle nada acerca de la mordedura y de sus náuseas, ni siquiera los brujos que operaban de manera clandestina en la ciudad por miedo a la Inquisición. Le habían dado hierbas medicinales para sanar su mordedura, pero no lo habían logrado del todo.

VI

Teodoro no tenía sentimientos, sólo ausencia. Paseaba por aquellas praderas verdes y floreadas en donde su mirada se perdía sobre los estratos e imaginaba ser uno de ellos para alejarse de todo; con el viento, sentía que volaba y trataba de desaparecer.

Teodoro permanecía aislado en su idioma por un gobierno que consideraba inútil y tirano. Jamás nadie le dio una palabra de aliento, únicamente su desesperación lo hacía ir al norte, de donde viene la muerte, el azul.3

VII

Casi toda su vida estuvo llena de odio, así que en ese momento mejor decidió caminar bajo aquella tromba que lo estremecía con sus truenos. Mientras veía las casas iluminadas que dejaban escapar risas, derramó una lágrima, él, sin familia, sin nadie, sin nada...

Pasó junto a una iglesia y el canónigo que llegaba en el instante en que Teodoro cruzaba su camino se hincó sin importarle la lluvia, levantó los brazos y empezó a orar pidiéndole a Dios clemencia por Teodoro. Él, al ver esto, fue directamente hacia el cura e instantes después lo dejó tirado con su rosario entre el cuello..
.

Y allá, dibujándose en las sombras, la repugnante figura del carro nocturno en forma de barrica ventruda y descomunal acostada sobre las ruedas.4

VII

La madrugada ya estaba en la ciudad virreinal; todos dormían y Teodoro seguía alterado, pero ya no caminaba, corría, sus pies ya estaban llenos de sangre, no tenía rumbo, sólo corría tan rápido como su joroba se lo permitía. Gritaba su fastidio por este mundo, ya no quería saber nada. Los truenos, que al principio lo estremecían, ya simbolizaban su grito.

Su carrera lo llevó hasta la Plaza Mayor, allí esperó a que amaneciera; tenía miedo, pero sus deseos de desaparecer de la ciudad virreinal que lo vio nacer eran más grandes.

Prefería el descanso, ya estaba harto de los gachupines. Para Teodoro la mejor compañía era ya la oscuridad, en donde ahora vive y descansa su alma, en donde se detuvieron sus recelos, en donde su corazón no late más.

... y al amanecer, aunado a la cruz que lo sofocaba, su última voluntad se cumplió...

Notas

1. Gregorio Torres G., México hacia el fin del virreinato español.

2. Ibid.

3. "Poema de Coatlicue", en Historia de la literatura náhuatl de Ángel María Garibay K.

4. Luis González Obregón, México viejo.


Me llamo Guillermo Espíndola, además de Bautista. Vivo aquí en la ciudad de México y nací en el ochenta, ahí por enero. En este sitio encontré dónde comunicar mis sentimientos, sueños e ilusiones, junto con mis realidades. Como sea, el cuento es una expresión de mi fantasía loca y desenfrenada, producto de finales de década, siglo y milenio, en donde la ciencia y la tecnología van más rápido que el pensamiento, pero no más veloces que la propia imaginación.

RELiM
ilianarz@servidor.unam.mx