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La metáfora de la otredad

Por Leticia López

A mis queridas Rosarios (Castellanos y Covarrubias)
A mi amiga y maestra Carolina Ponce

¿Qué hacer con el subgénero que se niega a quedar circunscrito en el esquema ancestral de lo doméstico? Porque aunque es posible salir de la casa, la actividad profesional no es, las más de las veces, sino una especie de proyección en mayor escala de las actividades domésticas (la educadora, la maestra, la enfermera, la trabajadora social, la psicóloga, la diseñadora etc.). No deja de ser reducido el número de mujeres que acceden a puestos de poder o a espacios mayoritariamente masculinos, cierto, pero no son éstas las que interesan aquí y tampoco se trata de plantear un alegato feminista, nada más anacrónico que eso. Es sólo un cuestionamiento en torno a la educación y la cultura de "cajones". Y la inquietud surge justamente porque parece que faltan cajones. Uno, por lo menos, de los que faltan es el de la que rechaza la adulación y la máxima sublimación fundada en el sufrimiento y la abnegación, categorías forjadas, en gran medida, a partir de la literatura. Se trata del ropero de los clichés... ¿en qué cajón caben las que no son novias o amantes, solteronas o monjas, esposas, viudas o divorciadas... Penélopes, Helenas, Pentesileas, Andrómedas, Juanas o Teresas? Faltan cajones, ¿no? La que sabe latín no se casa, pero su fin no es algo que le preocupe. La que sabe latín es la metáfora de la otredad, en el sentido de su interés por el lenguaje y el mundo alterno de la labor literaria; es, si el empeño de los cajones resulta insoslayable, la creadora; es una suerte de serpiente marina, como diría Rosario Castellanos. Porque la creadora, otro tanto la intelectual, sigue causando desconfianza y fruncimiento de ceño (cosa que suena también por demás anacrónica y prejuiciosa; sin embargo sucede).

Lilit y Eva legaron al polifacético feminoide su naturaleza contradictoria y rebelde, su disidencia generadora de mal y, al mismo tiempo, su esencia de complementareidad, porque cómo se hubiera aburrido Adán, ya no digamos sin compañera, sino, lo que es más patético, sin albedrío (y sin tentaciones): el bien por el bien mismo, por antonomasia del hombre solo. Además, alguien tiene que asumir la culpa, ¿no? De habernos quedado en la naturaleza angélica todo hubiera sido más sencillo; pero a Dios le gusta complicarse la vida, y no conforme con abismar al primer disidente, el ángen caído, expulsó a la primera rebelde, Lilit, y la redujo a síntesis de perversión. Luego vino Eva, la tentadora, la transgresora. Desde entonces, el hombre sigue buscando a quién relevarle la responsabilidad de sus decisiones más vitales.

Helena no hubiera sido inmortalizada de haber sido fea. Sólo por curiosidad, ¿qué hubiera ocurrido si en lugar de huir con Paris se hubiera clavado un puñal, como Lucrecia? Algo se le habría ocurrido al genio creador antiguo, porque belleza y virtud son las divisas de las idolatradas por los escritores. ¿Y las esclavas, hetairas, concubinas, meretrices, plebeyas? Son satélites de la periferia, punto referencial para contrastar belleza y virtud. Pero está también la cara opuesta de la moneda: las Corinas y las Lesbias (medio opuesta, porque ni tan virtuosas, sí muy bellas, según sus adoradores).

La mayor sublimación la alcanzan las lloronas consagradas, como la de la ciudad de México, análoga a Medea, entes de dolor y pasiones exacerbadas, ¡muchas lágrimas!; como Ariadna después del abandono de Teseo. Pero las dos primeras se reservan en lo más abismal de sus oscuros impulsos la divisa de la venganza al asesinar a sus hijos; la tercera, en el rango de la ligereza, pronto se consuela con Baco. Tita sintetiza el máximo sublime de dolor al nacer en medio del torrente de su propio llanto, y de la abnegación (paradójicamente gozosa) de la espera, que se representa con el tejido del enorme manto de la cama, como el de Penélope (sólo que hay una tradición que la describe como madre del dios Pan, en griego Pan: todo, es decir, hijo de “todos” los que acudieron a ella en ausencia de Odiseo). Otras no sobreviven a sus pasiones, ni a sus frustraciones... pero una Madame Bovary finimilenaria no tendría por qué suicidarse, ¿no?

Las grandes aguerridas, madres, esposas o amantes de los romanos, han quedado oscurecidas por la pluma de los historiadores que sólo las han presentado para exaltar las cualidades de los protagonistas en el imperio-carnicería. ¡Detrás de un gran hombre, hay una gran mujer!, versa el lugar común; en realidad, delante o junto, sólo que la cultura fálica privilegia al que nace perfecto, como diría Aristóteles. Simone de Beauvoir, por su parte, atiza el fuego cuando afirma que la mujer experimenta cierta sensación de poder cuando riega las plantas con la manguera, en actitud fálica.

La postura en cuanto a creación se refiere, al menos en teoría, es concluyente: unos y otras tienen las mismas posibilidades en el ámbito literario; pero todavía hay quien se refiere a Safo como la lesbiana y le presta más atención a su vida privada que a su obra. La labor literaria requiere genio, talento y trabajo, independientemente de consideraciones de género o tendencia sexual. Lo de menos es orinar de pie o sentado; las posibilidades creativas no se verifican en el retrete porque los textos no tienen género, tienen calidad o no la tienen, simplemente. Por lo demás, mientras no haya un nombre para el cajón de las creadoras, si no es posible encontrarlo entre los escritores autorizados, propongo uno: la metáfora de la otredad.


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