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¡Alarido!

Por Iván González Vega

I

Yo me acuerdo porque más de una vez me tocó estar al lado de todo el desmán, hecho taco en la colchoneta o intentando cerrar los ojos por unas horas.

Afuera, seguramente, un par de hormigas conseguían un pedazo de hoja de almendra para la cena, mientras las patrullas manchaban las paredes con rojo y azul inyectándole colores al moho taciturno de la noche... seguramente en uno de tantos charcos sucios se cristalizaba la calma, helada aún por la soledad vespertina.

Luego, la furia intestinal de un grito rompía el crisol nocturno. Atraviesa cada calle, cada puerta, se cuela por las grietas y las escaleras del Metro y se lleva de golpe a un par de almas en pena... de súbito, todos los perros que llegan a encontrarse en Plan de San Luis y Federalismo Norte -enseñándose los dientes, compartiendo un saco de huesos secos o atosigando a una hembra en celo- comienzan a aullar.

Y luego ladran... acompañan la armonía de un tremendo alarido con su propia desesperación... sienten decibeles metiéndoseles por las venas, asesinándoles las garrapatas... el grito tremendo recorre avenidas y privadas raudo, y raudo enciende la máquina de protestar de cada ser canino que habite en cuatro cuadras a la redonda.

La orquesta perruna calla, y vuelve a perseguir a un gato o a perseguir sus rabos o a perseguirse entre sí. El grito ha cesado.

Pero se repite otras dos veces cada noche.

Y cada noche los pelos del lomo de unas docenas de perros se erizan de miedo y de frío, de tétrica sorpresa. Cada noche el mismo grito, nunca más fuerte y nunca más débil, les fumiga la caja torácica.

Digo que me acuerdo, y no es mentira: yo sé de qué boca angustiada venía aquel grito.

II

La primera vez que anduve solo en Guadalajara no salí del centro, no porque no tuviera ganas, sino porque nada más el centro puede darle a Guadalajara su calidad de ciudad post-tercermundista... es un nudo de urbanidad, cibernética, palomas de cantera y nacos y borrachos en las calles. Los hombres han sido sustituidos por autobuses feroces y las almas, por gasolina. Nada tiene de original sino aquellas noches congeladas cuando un cefirillo travieso encuentra la manera de perderse entre los pliegues de nuestras camisas, esa especie de noches que pecaron no sé de qué manera tan gravemente como para nacer tapatías.

Quienes andan en las calles ya muy tarde, casi a medianoche, reconocen inmediatamente si al clima le ha cambiado el humor. Todos lo saben -y no son muchos-: borrachines, desvelados, gatos, perros, prostitutas, travestis, policías con guardia, socorristas con mala suerte, nostálgicos acidulados... y es que nada turba la tranquilidad de una noche tapatía: la luna, incluso, se la pasa siempre con su misma cara, en el mismo sitio, con su mismo color, tamaño y mordida.

Una noche tapatía es, per se, inmutable.

Por eso un grano más en el granero provoca el escándalo de aquellas noches: es un intruso, un indeseable. Yo mismo, una vez, soporté sobre la cara las mil y una miradas de homicida de los quinientos punto cinco malvivientes noctámbulos de esta urbe.

Hay que tener cuidado con la noche... y más si es de Guadalajara.

III

Por eso la calma rompíase con un único grito: el viento se enrarece, los perros se escandalizan, los policías sacan la cabeza por la ventanilla mientras los socorristas los vigilan a la espera de un buen servicio; un burócrata trasnochado abraza el portafolios aterrorizado, se estremece el cielo, y la noche lo piensa dos veces antes de contener el impulso por huir inmediatamente -con el riesgo consabido de dejar a Guadalajara en un estadio inconsciente entre la noche y el día, pero sin luz ni tinieblas, sin estrellas ni golondrinas, sin turistas ni policías...

Era el terror espontáneo llevado a su máxima expresión: un grito, un grito de malherido agonizante, un grito de furia pluricelular, un escombrar los restos de la histeria y descubrir que se vive entre ellos; una huida paranoica, un espejo esquizofrénico, un llegar a Dios y no morir en el intento: un grito helado, constante, completo, vacío, de torbellino

Un solo, terrible grito.

Y luego la calma, hasta dentro de 24 horas, cuando los hijos de la oscuridad, con todo y sus demonios, sientan de nuevo el miedo en la pituitaria.

IV

"¡Pinche Chely", me dijo, encabronado, un día Armando. Yo deshojaba una rosa de pan con azúcar para acompañar el café.

Comíamos diario en el restaurante de la empresa; como trabajábamos ahí, nos servían más -estrategia burocrática para que el empleado sea feliz y trabaje mejor- y comíamos menos -estrategia burocrática para que el perro traiga el periódico sin llenarlo de babas-.

Dejé catorce pesos en el platito, sobre la cuenta y el arete glaseado1 de la mesera. Dije:

-¿Y luego? ¿Qué ya tan pronto tronaron? ¿Qué no la hacía... en el... lecho?

(Lo de "lecho" era porque "cama" es impronunciable cuando se le ha atorado a uno la mantequilla en la base de la lengua; no crean que me doy mi taco y no puedo decir "coger a gusto", sino que, además, eso es muy difícil también con la taza del café quemando el dedo índice. Pero en fin...)

-Además -agregué ya sin la mantequilla entre las muelas, sino camino a la faringe y a punto de evolucionar a bolo mastical- cocinaba chido, tenía buenas piernas y la mamá era viuda y con lana...

-Sí, pero...

-Pero cogía feo- le interrumpí con desparpajo, con ese cinismo descarado y objetivo que provoca un café con crema de sustituto comercial.

-No -contestóme el interrogado, quien todavía masacraba con el tenedor un infinitesimal trozo de brócoli, perdido dos minutos antes en la inmensidad de un tazoncito floreado-, no es eso... en la cama era buena, pero...

...más bien gritaba mucho- me dijo, y escupió una piedrecita que se había deslizado en la legumbre.

Nota

1. Corina, la mesera, debe haber pasado horas ajustándose el cabello para meter de nuevo la cabeza en los sartenes. Allí es seguro que se le extravió el arete: una mariposilla con piedrillas rojas de fantasía.


Iván González Vega n. en 1980 en Morelia, Michoacán, México. Vivo en Guadalajara, Jalisco, y tengo una página web de cuentos


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