Ir al inicioIr a "Asfalto y neón"


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Por Martín Miranda

"Mis ojos, por haber sido puentes,
son abismos."
Antonio Porchia

Una tarde lluviosa y nada qué hacer. Un tono gris se posa en los objetos más alejados de la ventana. Las celdillas fotoeléctricas de algunos postes permitían que el flujo de electricidad corriera hacia las bombillas y se transformara en energía luminosa. Más temprano que de costumbre. Miró hacia el frente y vio que una nube cargada de agua se acercaba. Creí que se iba a quitar. El sonido distorsionado de una guitarra sobresalió, en ese momento, en la canción que escuchaba. Ha de estar pacheco. En la película cuando lo enfocaban se le veían unos ojitos. Además como que se clava tocando. La poca gente que caminaba por la acera buscó dónde atajarse. Ya apretó. Algunos corrieron ante la falta de refugio. ¿Cuál sigue? ¿Cuál grabé después? "The edge", con su especial forma de tocar, inició la pieza. Esa está clavada. Decidió sentarse y se alejó de la ventana. Pinche sillón, estás bien cómodo. Un cigarro sobre la mesa llamó su atención. Ya no me acordaba. Estiró el brazo para alcanzarlo, llevarlo a su boca y prenderlo. La primera bocanada le supo bien.

La habitación, pequeña; un librero, una mesa, una lámpara, una grabadora y un cómodo sillón. Frente a él, un espejo; del lado izquierdo, la ventana; detrás, un reloj: seis y media.

Descansó la cabeza en el respaldo. Dio una fumada más al cigarro y lo apagó. Acompañaban a la música la lluvia y uno que otro trueno. Uno más fuerte, algo así como un corto, y U2 dejó de oírse. Otra vez el transformador. Puso atención al choque de las gotas con el vidrio. De la calle subía un olor a tierra húmeda. Del cielo negro cae la lluvia, lágrimas de contento inundan mis ojos. "Futura", no, más bien "Auserón". Un punto en la ventana le dio pretexto para descansar la mirada. Ríos de lluvia escurrían por el cristal. No se ve para cuándo. Un leve cosquilleo comenzó a subirle desde la planta del pie derecho. Como el marchar de miles de hormigas. Estiró la pierna para ver si se le pasaba. Falta de circulación. Se paró y quiso ensayar algunos pasos. Así se me ha quitado otras veces. Pero, como en otras ocasiones, un hoyo se abrió al pisar. Como si se acortara la pierna. Se dejó caer en el sillón a esperar a que pasara. No dura mucho. Sus ojos recorrieron la habitación. Buscaban en qué entretenerse, en qué olvidarse. Extrañamente evitaba ver hacia el espejo. Ya se lo hubieran llevado. Un ruido por la puerta lo hizo voltear. Esperó para ver si se repetía. ¿Cómo va? Horror a las formas y a los objetos de aquí. Risa de los niños, discreción de los esclavos, austeridad de las vírgenes. Como flashes, los rayos dejaban leves impresiones de luz azulada que rasgaban la oscuridad. De reojo notó que algo se movía. Volteó y se encontró con su reflejo; la mitad iluminada levemente, la otra levemente sombreada. Como una fotografía en blanco y negro. Su mirada se paseó por una figura bastante conocida. Al llegar a sus ojos, sintió algo. Como en esos casos en que nuestra mirada se cruza con otra. ¿Qué leí? "Que nos reta del otro lado. Que los ojos son el reflejo. Que se mete en nuestros pensamientos como un intruso. Que son el espejo del alma. Nos cautiva y nos dejamos ir". Sintió lo mismo que en otras ocasiones. Cuando una palabra es repetida un sinnúmero de veces, pierde sentido. Deja de ser. La razón se pierde razonando. Eso había sentido. Pero esta vez fue su cara la que no reconoció. Quizá de tantas búsquedas se le había gastado sin darse cuenta. Alzó la mano para palparse el rostro. Para borrarse una mueca que le nacía en la boca y se iba hacia atrás, por la oreja. Al poner las yemas de los dedos sobre la mejilla, no sintió ningún bulto ni estiramiento sobre la piel. Un efecto visual por falta de luz. O acaso por la magia que utilizaba el Viejo de la Montaña para que sus seguidores le fueran fieles. Miró el reloj: tres minutos para las cinco y media. Qué lento pasa el tiempo. Pensé que era más tarde. El cosquilleo se iba pasando al otro lado. ¿Qué no era más tarde? Y comenzaba a subírsele al estómago. ¿Quién me la dio? Reparó en algo que había visto pero que no tomó en cuenta. El segundero, que escasamente se veía, giraba en sentido contrario. Un sabor amargo llegó a su lengua. Como óxido. Era el miedo. De un brinco se puso de pie al tiempo en que la imagen del reloj desaparecía. Era la imagen del reflejo en el espejo. Hasta el pinche cosquilleo se me quitó. Volteó y miró la hora. Seis treinta y tres. Un cigarro a medio fumar yacía en la mesa. Está viajadora. Se aproximó al espejo y se alisó el cabello. Luego me lo acabo. La llegada de la luz, y con ésta, la de la música lo hicieron brincar. ¡Chale! Se acercó a la ventana a mirar pasar a la gente. Era una tarde lluviosa y no había nada más qué hacer.

Martín Miranda. Nacido en la ciudad de México, en el apocalíptico y revolucionario año del 66, estudiante de Letras Hispánicas en la UNAM y aprendiz de literato.

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