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Jaque al peón

Por Zamná Heredia Delgado

Primer movimiento

El calor húmedo y las horas que permanecieron de pie junto al muro eran la causa de su lento descenso al subterráneo. En la estación, el avance de sus pasos se extendía poco a poco, rozando cada trecho con las suelas, "caminan como con miedo a ser presa fácil de los caballos, esos que saltan de repente encima de ellos", pensó. Deslizaron poco a poco la espalda por el muro del andén hasta quedar sentados en el suelo, lo hicieron sin ayuda de las manos, suavemente, para sentir el frío de la piedra pulida. Cada uno dio un sorbo al zeppelin que cargaban desde el mediodía y eructaron sin ruido con un soplo largo, entrecerrando los ojos y apretando posteriormente los labios. Después, con los antebrazos recargados en las rodillas, se abrían la camisa moviéndose lento y bajaban la barbilla hasta tocarse el pecho y soplaban sobre la piel. Dejaron pasar un convoy, decididos a descansar y esperar a que el sudor de sus cuerpos secara. Uno sacó del bolsillo el pequeño tablero y retó a otro. Fijaron el monto de la apuesta. El que no participaba en la contienda, lo hacía en las discusiones que ésta provocaba y opinaba airadamente sobre los privilegios de las reinas en la movilidad. A su parecer, comparada con la de los peones, era una desmesurada ventaja. ¿Cómo era posible que una "vieja" tuviera más capacidad asesina que un alfil, por no mencionar al rey? Argumentaba. Entonces propuso otra modificación, ya que ahora era rey, el peón debería adquirir mayor movilidad. Sus compañeros rechazaron la propuesta diciendo que los movimientos de cada pieza eran perfectos porque los tenían diferentes y que el de su peón debía permanecer igual, "como el del rey". Insistió, pero sus compañeros nunca renunciarían a esa característica que lo acercaba al verdadero monarca. "El rey nunca se mueve, está lleno de confianza en su lugar, esperando que su ejército llegue hasta las barbas del otro y lo derriben", reflexionaba en silencio.

Segundo movimiento

El abarrotero les enseñó. Todas las tardes, desde que fuera cerrado el taller de torno y liquidados todos los trabajadores, quemaban el tiempo cigarro tras cigarro sentados en la banqueta de la esquina. Poco a poco fueron adentrándose hasta el mostrador y la confianza de don Vladimir. Les indicó los movimientos de las piezas y la importancia del acomodo correcto, les explicó las reglas básicas e incluso se esforzó en contarles la historia del juego, pero en eso no era tan bueno. Las primeras partidas resultaban aparatosas derrotas para los iniciados, incluso cuando los tres hacían equipo contra su maestro. Cuando esto ocurría, el abarrotero adquiría un tono irónico y les descargaba la misma perorata sobre lo mal que les iría si ellos estuvieran dentro de un combate verdadero: "En la guerra, sí que perderían hasta el último de sus soldados, muchachos. Pero despreocúpense, porque ustedes no alcanzarían a ver esa desgracia, serían los primeros en caer". Ellos contestaban con un nuevo reto, que era aceptado por su oponente, quien antes de empezar a mover las piezas, agregaba: "En una guerra de verdad, les recomiendo que se rindan antes de comenzar a luchar".

Por las noches, cuando el tendero cerraba la miscelánea, ellos practicaban nuevas estrategias para poder enfrentar la habilidad del viejo: se dividían las piezas y cada uno era responsable de cuidar su regimiento, de manera que tuvieran que memorizar y atender menos movimientos que un jugador individual. Nunca funcionó, pero éstas dieron origen a una discusión: "¿por qué tengo que proteger al rey? Sólo hay uno, mejor defiendo a un peón", dijo uno de ellos, y los demás contestaron en coro: "¿a cuál?", "a cualquiera, todos son iguales", contestó. A pesar de las reticencias, el nuevo ajedrez se impuso por tener la cualidad de ser más rápido. Se trataba de defender un peón, cualquiera, en lugar del monarca tradicional. Los jugadores contaban, como únicas pistas, sólo con los movimientos del contrincante para poder descubrir cuál era el nuevo rey. La antigua lucha de estrategia se tornaba entonces una guerra de guerrillas, especulaciones, rumores, traiciones, y finalizaba en una masacre de piezas. Con su movilidad tan limitada, era común ver caer al viejo rey entre las primeras.

También los inició en las apuestas. Al principio, el anciano se negó a jugar con el crimen perpetrado a su pasatiempo favorito, pero cuando percibió que ese ajuste le acarrearía ganancias rápidas con menor esfuerzo mental, adoptó un aire de dignidad y espetó que únicamente jugaría en esas condiciones si conseguía algo más que el simple placer de "arrasarlos en el campo de batalla". Aceptaron jugar los tres contra su maestro, pero la antigua pericia de éste, la cantidad de partidas que permitía la nueva dinámica y la cerveza fría que mantenía la garganta clara para cuando fuera necesario protestar, ocasionaron que los muchachos perdieran su dinero tan rápido como concretaban las partidas. Pronto se percataron de que las huestes de sus bolsillos no habían sobrevivido a tan frenética guerra, lo que los obligó a emprender otra cruzada que tarde o temprano -lo sabían bien- tendrían que enfrentar: buscarían emplearse otra vez como obreros.

Las maquiladoras donde tenían que entregar solicitudes se encontraban en las zonas más alejadas que circundaban la ciudad y los trayectos eran largos. En el tren subterráneo, para contrarrestar el movimiento, jugaban sobre un pequeño tablero de metal con piezas imantadas. Dos de ellos se enfrentaban, el restante hojeaba el anuncio clasificado y de vez en cuando observaba los movimientos de sus compañeros burlándose de las constantes riñas que suscitaba la partida. En ocasiones, uno de los jugadores cambiaba de opinión y coronaba a otro peón, ipso facto veía caer al anterior monarca. El contrincante protestaba a pesar de que no tenía la certeza de que efectivamente lo había aniquilado. La duda sólo se disipaba con un ataque sistemático a los peones hasta no dejar uno en pie. Poco a poco la mejor defensa fue nunca designar al monarca y hacer la guerra sin preocuparse por el responsable.

"Se solicitan torneros con experiencia", leyó mientras sostenía el periódico, "es por el metro Arrabales". Se dirigieron al norte de la ciudad, donde el trazo urbano simulaba un gigantesco tablero y emergieron del subterráneo en un espacio abierto, perfecto para un ataque directo desde cualquier dirección, "siempre y cuando se disponga de las piezas suficientes", pensó él. Al llegar se encontraron ante una columna perfectamente cerrada de peones recargados junto a una pared en cuyo extremo se podía leer "Hay vacantes".

Tercer movimiento

Se concentraba en la partida cuando vio caminar sobre el andén contrario a una mujer. Portaba un vestido floreado y corto, el cual permitía que la brisa refrescara la piel interior de los muslos. La muchacha caminó un momento hasta apostarse bajo el reloj de la estación. Los otros dos tardaron décimas de segundo después de él en descubrir el peligro. Se sentía frustrado e impotente ante la presencia de esa mujer tan hermosa, ahí, en la siempre desierta Arrabales. Lo recorría una sensación de que el enemigo desplazaba sus piezas dentro de su terrenos, muy cerca de sus filas, "cómo si ya hubiera descubierto que alguno es el rey. Prepara el asalto". Uno balbuceó algo, tal vez para sí, otro calló para no interrumpirse la imagen, pero él dijo abiertamente, deseando que lo oyeran sus compañeros: "la reina se mueve en cualquier dirección, es una amenaza constante; veamos qué movimiento hace". Tras observar que no abordó el tren, se convencieron de que ella esperaba a alguien. Con la vista sobre aquella larga cabellera que por momentos descubría la espalda encarcelada por una delgada red de listón, lanzó el reto y la apuesta: "¿quién creen que es el rey en este juego". "Espera el ataque de un caballo alto y velludo, de esos que hasta les azulea cuando se rasuran, con pantalón a reventar: bulto atrás, bulto adelante", dijo uno al mismo tiempo que cerraba los dedos sobre la bragueta y levantaba brevemente el contenido del puño. "Te equivocas, hermano, ¿dónde vas a sacar alguien así? La reina espera a un alfil moreno y gordo, muy dado a irse de lado, pero con dinero", dijo otro y agregó: "¿Y tú, cómo te lo imaginas?" No contestó, estaba absorto en crear una estrategia, una defensa, "tres peones no son suficientes para acorralar una reina, ella puede abrirse paso inmediatamente", pensó.

Al entrar a la estación, ella los ubicó con el rabillo del ojo y después no hizo más caso de los tres muchachos. Éstos se esforzaban por verle plenamente el rostro, pero el perfil que la mujer adoptó era insobornable, además de que el pelo largo y negro caía a un costado de la mejilla cerrando perfectamente sobre ésta. Por momentos, sólo asomaba la silueta de una nariz. En ocasiones parecía que iba a adelantar un paso, o varios, esperando el momento preciso de avanzar, pero siempre suspendía esa acción, "su estrategia no es el ataque, sólo se defiende, todo lo contrario a lo que hace don Vladimir", pensó.

Cada que llegaba un convoy, obligados por la irrupción de un naranja compacto, se levantaban para ver a través de las ventanas del tren intruso y comprobar a quién esperaba la muchacha. Repetidas veces tuvieron que volver a su posición anterior y seguir mirándole las piernas y la cadera. Después de doce minutos, consideraban entre risas las posibilidades de olvidarse de la apuesta y hacer un delicado movimiento, en el que uno de ellos se sacrificara avanzando hacia ella para ver cómo respondía, "un señuelo para la reina blanca", ironizó él para sí mismo. Pero dos últimos trenes, en ambos sentidos, llenaron de ruido y aire caliente la estación. Esta vez no sólo se levantaron, sino que fue necesario dar unos pasos para encontrar el ángulo de la ventana que enmarcara el andén contrario. "Necesito una defensa", repetía.

Jaque mate

Recorrían la línea de regreso, completa, en dirección a su barrio. Acabada la calurosa jornada y aún desempleados, la frustración y el fastidio se imponían. Dos de ellos atendían en silencio al tablero sobre el cual se desarrollaba una partida en la que el rey había reconquistado su principal cualidad: volvía a ser rey tras la derogación de esa ley que había causado insurrecciones y anarquía. A través del cristal él veía pasar el monótono muro gris subterráneo. Recargó la cabeza y cerró los ojos. Antes de quedar dormido, se sucedieron en su mente las imágenes de Arrabales.

La primera visión se le reveló muy clara: tras haberse abierto como cortinas de cine, los dos trenes permitieron observar nítidamente cuando arribó la muchacha morena, "una reina negra", había comentado con sus amigos, vestida con un pantalón ceñido a las piernas y a las nalgas de manera que los pliegues eran inexistentes, excepto la tela que se untaba en la convergencia de las piernas y delineaba las dunas del sexo. Llevaba una blusa pequeña que dejaba apreciar el avance de ese ombligo hacia el centro del andén. "Cuando las piezas de ambos oponentes están dispuestas de tal manera que se avecina una masacre inevitable, estás obligado a atacar, y tienes que situar a tu reina en el último eslabón de la cadena para proseguir el juego sin la falta de esta poderosa pieza", recordó que alguna vez le había aconsejado don Vladimir, y pensó que era poco común que las reinas se enfrentaran directamente en el ajedrez.

La segunda visión caía fragmentada y lenta: imágenes sueltas de una cara femenina; después un rostro frente a otro que no se apreciaba claramente porque tenía una perfecta barrera negra protegiéndolo. Repentinamente, la imagen se sumergía dentro de esa negrura cuya textura invitaba a perderse oscureciendo toda la visión; lentamente, ésta volvía a ser luminosa, pero cuando la luz cedía, podía apreciar que esas caras conversaban sonriendo. "Pleno", pensó, y después escuchó una voz masculina muy parecida a la suya pero que no podía ser porque él no sentía cómo la frase nacía de su boca, sino que retumbaba en el fondo de su cabeza: "aunque camine como un verdadero rey, el peón nunca se comerá a la reina".

La tercera visión regresó clara y con sus sonidos completos. Con un único movimiento, la muchacha del vestido corto se colocó el pelo tras la oreja y volteó hacia ellos por primera vez. Los miró profundamente, tenía los ojos llenos de una expresión tan inexplicable como aquella otra mirada de pupilas negras. La mujer sonrió con ternura. "Tablas. Permanecer sin atacar surtió efecto", pensó, pero ninguno correspondió al gesto de ella, a ese movimiento clave. Fue entonces cuando la reina blanca viró la cara y acercó los labios a la boca de la morena con pantalón. La imagen del beso se sucedía en la cabeza del tornero con el andar de las dos mujeres que tomadas de las manos se dirigían hacia la salida del subterráneo en medio de un murmullo de trenes alejándose.

Zamná Heredia Delgado. Corrector de pruebas. Gusta de la ficción y de jugar basquetbol. Su ficción favorita es imaginar que en alguna ocasión ganará un torneo de baloncesto. Considera a la creación literaria como un deporte que es necesario ejercitar; y al oficio de corrector, un arte. Asegura que su vida siempre ha sido "una linda confusión".

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