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Salamandra

Por Pablo González

El amor ha filtrado la luz, como una cámara fotográfica que se recrea en un cuarto oscuro fijando discretamente la luz del rojo, la tibieza de su piel, sus pulidos contornos, las ventanas de sus ojos que cuentan la verdad. Despierta la emoción del que encuentra en el abandonado desván las ancianas virtudes de lo cotidiano.

Me disfrazo de salamandra viscosa tomando la luna entre sus pechos de piedra que acaricia la añoranza, carcomida.

A la sombra de la hiedra trepadora, del moho sumiso, de la vena plateada del tenaz caracol; tomo su débil contorno de estatua dormida en el laurel del tiempo. Riego mis lamentos entre la piedra y de mis ojos se aplastan los conjuros; vítreos susurros escurriéndose entre las grietas, los mosaicos bizantinos y los vitrales destrozados. Plomizos.

Emprendo la caminata muy temprano, la luz aún es un suave presagio anunciado por los primeros gallos y algunos pájaros recortados en la madera frutal. Mi pie pisa los guijarros dormidos. Y ya estoy aquí abrazando el frío de la madrugada. Los altos árboles de conífera escurren los dedos del rocío hasta mi cabello y juegan a las escondidas con el cuello de mi camisa. Camino y me detengo, aspiro, reinicio mi camino, trepo las rocas sujetándome de las raíces que me saludan y me estrechan la mano. Empujándome por esa vereda de añosos recuerdos. La arcilla se ha pegado en mis zapatos haciéndolos mas pesados y ensuciando de bosque mi pantalón de explorador inquieto. Me siento un momento en medio de esa cañada que se ríe y babea sus hilos de plata musgosa, de piedra divertida y moteada de insectos rascadores. Limpio la suela de ese intento por retenerme un poco mas, pero yo no deseo platicar con ese monstruo sonriente que me pone trampas y se regocija haciéndome cosquillas con cada rama que se troza, con cada brizna que me sujeta. Reinicio mi camino nutrido de carcajadas, empapado y sudoroso, agradecido. He llegado, estoy aquí. Mando mis ojos a la vanguardia, mando mis tormentos al final de esta columna de asalto para que me cuiden la espalda de curiosos inoportunos. La ermita está a cien pasos del destino, a cien pasos de las botas trajinadas. Vuelven mis ojos para decirme que sí estas ahí. Que me estas esperando desde hace tres siglos, que tus ropas gozan de buena salud. Las telarañas te cuidan la tersura, los hongos hacen vigilia en los contornos de tus manos dormidas. ¿Quién cinceló tu piel cubierta de manto? ¿Quién entrelazó tus manos al pequeño recuerdo que te sonríe? ¿Quién dibujó los ojos empotrados de manantial y puso en tus labios el nacimiento de la esperanza?

Ya estoy aquí en mi resoplido agotado de veredas. Mi viaje te abraza para resolver mi deseo. Mi polvo se abraza a la cantera de tus pies y de tu pelo. La niebla a levantado y el sol se posa con un aleteo despabilador en tu flequillo, y besa el mismo labio que mis labios disfrutaron, un segundo antes del estupor.

Ahora los dos miramos hacia la vereda que se aleja como un buen mensajero que ha entregado su regalo. Nos abriga la ermita y los bancos derrumbados entre el fango, la maleza atrapa el ronroneo de los grillos y las mariquitas. Y mientras el seco trazo de un árbol rasguña la bóveda a nuestras espaldas, mis manos están soldadas para siempre en tu cintura, tus ojos se han cerrado y somos un solo torso embriagado por el beso. Una gota solitaria se posa en nuestra frente. Ha comenzado la lluvia. Y yo me convierto en salamandra.

Pablo González nació en la Ciudad de México el 23 de Mayo de 1969. Es un ciudadano corriente que vive y legitima la existencia. Sus pasos literarios no son nuevos y tampoco son pocos, pero jamás han sido lanzados a buscar el eco de las publicaciones y los corazones multitudinarios.

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