Por Marta Braunstein
Trepidante dragón del desierto
de gutural rugido,
estremece tras su paso
el susurro cálido de la suave arena,
abrazo ardiente, corazón mudo.
Un tapiz de silencio que borra el recuerdo
y transforma el rastro en algo efímero.
Su jinete, el hombre azul,
de ojos sin fondo
como el abismo de un pozo;
en su mirada intensa, perdida en sueños,
el espejo nómada del paisaje baldío,
un universo olvidado,
surcado por la huella del viento,
que entre dulces dunas
forma un peine en el destino.
El desierto.
Con la ternura desconcertante de la gacela,
el hambre siniestra del león.
Envuelto en la sed
de un amanecer en llamas,
los espejismos alucinadores;
las reverberaciones
del inquietante ensueño de la vida.
El desierto.
Deslizándose entre la incertidumbre del ocaso,
el sol aún radiante como una bola incandescente
rueda sobre los confines infinitos
de un mar amarillo;
postrado, entre el manto oscuro de la noche
y el nácar de su arena helada,
revela la magnitud cósmica
en el grito unánime de las estrellas,
magia blanca en la noche negra.
Peregrino insólito, compañero eterno,
amante solitario que bajo la luz de la luna,
rodaja de plata inmensa,
otorga la ofrenda mística de un reflejo desnudo.
http://www.relim.com
ilianarz@servidor.unam.mx