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Juan Diego

Por Rosario Covarrubias

Para Porfirio Carmona, por su amistad y el refugio seguro de su corazón.

Dicen los que decretan la existencia de los santos, cuáles deben ser los verdaderos continentes de esperanzas. Si contemplas las calles grises de este entorno, verás la soledad enroscarse en el ruido de sus anchas avenidas, comiendo las palabras muertas, bebiendo la sangre helada de una fe que no espera el visto bueno de la autoridad. Verás niños morenos buscando en su interior, como en un morral, el diamante vengador de su mudez de siglos, la solidez de su silencio, su ser privado de permisos, viviendo su indio Juan Diego.

Verás a los niños de quinientos años paseando su manceba ancianidad en corrillos de hormigas laboriosas, compartiendo silentes sus pausas para trepar su Tepeyac. Tú conoces la insumisa beatitud con la que vive su presencia en un mundo adulto, su mansedumbre sin gloria ante los viejos, defendiendo orgullosa la incuestionable existencia de su fe sacra y pagana, la manifestación de su pasado y su presente cobrizo moreno y blanco ante mundos dorados, con su voz de caracol, con la firmeza inamovible del monolito, con la violencia inmóvil —casi siempre— de la piedra que guarda y evoca vida y movimiento.

Se sabe al santo cobrizo de ojos rasgados, al elegido de Guadalupe, al más pequeño de sus hijos, se sabe la esperanza de un mestizaje que abomina la bastardía y le confiere a aquél el conjuro de la inexistencia ante la otredad que venció y sometió. Que vence y somete.

Pretenden los dueños de los santos desconocer a Juan Diego, el que aprendió la castilla para condenarlo a la mudez, a la nada. El indito humilde no existió. Sin más, dicen. ¿Qué entonces de los hermanos de siglos, los hermanos de leche que más que escalar, se trepan en el ritual sagrado de su historia, más allá de la discordia de la sangre? ¿Qué de su tierra, de su pan y su dinero, y hoy se enfrenta a la negación del diamante, al fondo de su morral centenariamente asaltado, hallando un agujero al fondo, por donde le han sacado su más preciada joya? ¿Qué? Tú lo sabes.

Quizá decidiremos —nosotros también— que, en realidad, han arrancado sólo una tiza de carbón mojado, que el brillo de la piedra se le ha refugiado a los niños centenarios en los ojos y en el alma. No hay mejor lugar para un símbolo en riesgo.

¿Será que aprenderá a mirar, de una vez por todas, no hacia el piso, ni hacia la eternidad, sino de frente, contemplando al mundo con sus ojos de Juan Diego?


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