El arcángel San Miguel
Por Guillermo Espíndola
Recuerdo que llegué dos noches antes a la capital de Puebla. Como siempre, cargué con casi todas mis cosas. El cielo estaba raramente despejado y las estrellas brillaban de manera extraña. Aún no era muy tarde y yo apenas despertaba, así que me animé a salir un rato.
Eran como las diez. Salí a la terraza de mi hotel y saludé a mis comadres las Osas, al buenísimo Orión, a mi suegro Júpiter -por cierto, aproveché para que le mandara saludos a mi amado Apolo- y no sé a cuántas amigas más saludé.
Bajé al lobby para pedir un taxi, quería ir un rato a un bar y, de paso, coger con alguien. Ya en el camino, el taxista me hizo incómodo el trayecto. Me veía de forma extraña, sentía que me comía con la mirada. La verdad estaba muy feo, además, había algo en su vochito que me estremecía: aquel crucifijo que colgaba de su espejo. ¡Fúchila! ¿Quién lo entiende? Desea fajarme, pero es católico. Una de esas cosas raras de Angelópolis.
Llegué al dichoso bar ya como a las once de la noche, pagué mi cover y me metí. Ya bien instalado, con mi chela y al ritmo de las canciones de Madonna, prendí un cigarro y platiqué un rato con unos tipos que inciaron el ligue. Bueno, al menos ya no pasé el rato solo. Otra chela, albures, más cigarros y a bailar, pero ahora con música dance.
En eso volteé y lo vi: guapo, una mirada seductora e ingenua a la vez, alto, pelo castaño, piel muy blanca, delgado pero de buenas formas. Realmente era un hombre hermoso, así que hice alarde de todas mis mañas para conocerlo. Sí, claro, creí que éramos el uno para el otro. Me invitó una cerveza más y yo un cigarro... ¡tal para cual!
Comencé a calentarme al bailar con él. Con las chelas, su cuerpo tan cerca, su ritmo y su aliento en mi oído cuando me decía no sé qué, yo me moría de la excitación. Claro, para sentir eso, creo que nunca. Total, me lo llevé a mi hotel, pero ya en la puerta de mi habitación ese hombre tan seductor no quería entrar; decía sentir energía negativa dentro de mi habitación... ¡chale, yo no sentía nada!
Me costó mucho trabajo convencerlo de entrar y, apenas lo hizo, ¡¡zaz!!, se desmayó. De repente pensé: "Este tipo está bien pedo". Yo, la verdad, seguía excitado, incluso creí que tendría un faje de antología con Miguel. Cuando despertó, miró la sangre de mi conquista anterior que estaba en la alfombra y que la mucama no había querido limpiar.
Comenzó a convulsionarse y a guacarear; como me dio asco, lo llevé al baño para que se limpiara. Allí se tranquilizó, pero cogérmelo ya era una obsesión. Empecé a desvestirlo; sin embargo, él se rehusaba, así que salí a preparar el sarcófago. Prendía algo de copal y abrí la puerta de la terraza para que entrara el fresco.
La espera no fue larga, llegó descalzo y cubierto con mi bata de baño; yo ya estaba húmedo, nada más en calzones. Creo que ya no podía aguantarme las ganas de acostarme con él, por lo que le sonreí seximente, aunque nunca he comprendido por qué se me alargaban los colmillos y me cambiaba la voz... en fin. Me bajé los chones y él se quitó la bata; tenía un cuerpo realmente hermoso, pero... no tenía pene. ¿Qué era? En el momento que comprendí, vi que era un querubín enviado por no sé quién para aniquilarme.
Ignoro de dónde sacó sus alas y se elevó. Al mismo tiempo, empezó a hablar violentamente en un idioma que sonaba como a latín o hebreo, no supe. Yo ya me había encabronado y le respondí también, pero en español. Me transformé, se me cayó el pelo, y quedó al descubierto mi número de cuenta del Seguro Social, 666.
Su movimiento provocó un olor a lavanda. Me dio tanto asco que vomité las chelas y, cuando estaba en ésas, tocó Miguel con una de sus manos mi cabeza y con la otra mi pene... y que empiezo a retorcerme con ataques epilépticos. De repente, el ángel salió volando por la ventana y yo lo seguí, tembloroso e inseguro, hasta la terraza. Tristemente vi que se dirigía con mi viejo cuerpo a la estrella más brillante de la madrugada; sentía lágrimas en mis ojos y, por primera vez, veía mi reflejo junto con el alba.
Después, cuando regresé a la ciudad de México, entendí que había perdido; toda la experiencia de siglos se esfumó por querer fajar. Volví a verlo, pero esta vez en un altar: era idéntico a como lo había conocido, vestido diferente, claro. Abajo de él decía: "Arcángel San Miguel, protector del cielo y destructor de las almas malignas nocturnas". ¡Pinche arcángel, me hizo mortal!
Me llamo Guillermo Espíndola, además de Bautista. Vivo aquí en la ciudad de México y nací en el ochenta, ahí por enero. En este sitio encontré dónde comunicar mis sentimientos, sueños e ilusiones, junto con mis realidades. Como sea, el cuento es una expresión de mi fantasía loca y desenfrenada, producto de finales de década, siglo y milenio, en donde la ciencia y la tecnología van más rápido que el pensamiento, pero no más veloces que la propia imaginación
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