Vicente Quirarte: El peatón es asunto de la lluvia, México, Fondo de Cultura Económica, 1999.
Por Iliana Rodríguez
Hace no más de un año que el poeta Vicente Quirarte nos invitó a sus alumnos de posgrado de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM al restaurante del Hotel Majestic después de un enriquecedor recorrido por el Centro Histórico. Gozamos entonces de una perspectiva privilegiada del Zócalo, no sólo debido a la situación del edificio, sino principalmente gracias a que mirábamos, un poco, a través de los ojos del Maestro, quien nos había fatalmente contagiado una de sus más caras pasiones literarias: la Ciudad de México.
La Armada Invencible, primera coordenada del mapa poético de El peatón es asunto de la lluvia, confirma esta pasión. El lector que camina por sus páginas se encuentra con poemas entrañables como plazas, poemas habitables como calles , poemas embriagantes como bares. Cada una de estas construcciones de palabras desentraña un misterio, a la vez que inaugura otro. La ciudad se levanta como enigma, antiguo y prístino, ante los ojos del caminante. Se devela y se oculta durante cada recorrido. Amante infiel, no se entrega por completo, mas, amante al fin, muestra su secreto a cuentagotas.
Testigos de una batalla librada con y por la ciudad, quedan los barcos encallados de una Armada Invencible, casi vencida, que se niega a la extinción: los viejos cines. La ciudad surge más de la memoria que de la vista, de esa amorosa memoria que se resiste a la barbarie de la modernidad. También trae su carga de Historia a cuestas la Plaza Mayor, quien, mujer madura, aún conserva su majestuosidad. Su taconeo, como el de la duquesa Job, resuena a través de los siglos.
La ciudad se anida en los espacios interiores. La casa es una ciudad pequeña. Y se le puede remozar. No así al habitante, al general, al capitán, otra vez, del barco encallado: a un Sindbad varado, como el de Gilberto Owen. El agua de la nostalgia se filtra por el maderamen. Pero el hombre deja su huella: en el cuarto de hotel nadie más podrá utilizar el mismo jabón. Nadie más podrá descifrar la misma ciudad. La antigua urbe rejuvenece en la sangre de su gente, en las batallas que libran sus amantes.
Acaso aquella tarde en que los discípulos del poeta vislumbrábamos la ciudad a través de su memoria, presentimos el misterio que, ahora, se ofrece generoso a todo aquél que se atreva a ir a pie por estos versos.
El peatón es asunto de la lluvia, coordenada poética que da su nombre a todo el mapa, conquista el espacio de la intemperie. Nuevo flâneur, el poeta recorre las calles, deambula, sufre el azote de la lluvia y el viento, en los que descubre su oficio de turbulencia.
En la intemperie de estos poemas en prosa se forma el humilde charco que, como un oráculo, atesora los secretos, no ya de la ciudad solamente, sino del Mundo. En un charco cabe el cielo. Oráculos también, los trenes que surcan la noche, dejan su estela en la memoria. En la memoria, otra vez, se levanta una ciudad más perdurable: un esqueleto de ballena, ballena varada, se erige, al ser trasladado a una urbe, en monumento de nostalgia.
Pero la intemperie se goza al tiempo que se padece. Representa gozo para las niñas que, según una expresión nostálgica nuevamente nostálgica pintan venado (se fugan de la escuela para irse a pasear). Su niñez eterniza la fugacidad. Al otro lado de la existencia, saben los viejos que el instante pasa, pero el tiempo permanece en ese segundo perpetuo del gozo.
Gozo es también la intemperie de la vecindad: las casas, tan juntas, permiten al vecino conocer los secretos íntimos del de la vivienda contigua. La intemperie, aquí, significa literalmente estar al descubierto. Bajo techo se está al descubierto de los oídos del otro.
Y la intemperie lo es también del corazón. Un corazón a la intemperie conoce los secretos de la Mujer, y lúdicamente los revela en un instructivo para usarla y para que ella use al hombre, no en el sentido deplorable del término, sino en uno más amable: el Universo está diseñado para que sus seres se usen mutuamente, dice el poeta, para que se gocen, para que se sepan a la intemperie, descubiertos, desnudos, uno frente al otro. No importa que nada se refleje en el espejo propio, no importa ser el espejo vacío de Nosferatu: un espejo puesto frente a otro provoca siempre una iluminación.
Los Blasones del naufragio, tercera coordenada poética de este mapa, indican que naufragar puede constituir una razón de orgullo si se hace con elegancia y dignidad. Un encuentro amoroso fortuito transforma la vida del cuidador de un faro. En su naufragio, rescata el blasón de una luz, faro emblemático, que alumbra más que el pobre faro de la realidad.
El perfume que permanece en la memoria blasona otro naufragio. En ausencia también se huele, se percibe. Y en la plaza desierta, el derrotado vive de las glorias de la ausente. Gana el perfume un espacio sensorial en la memoria, como gana el solitario cuando algo le falta al aire.
Los blasones sirven para enfrentar la muerte. El piloto mexicano Francisco Sarabia sabe, cuando está a punto de caer en el río Potomac, que el segundo de gozo que le regaló la existencia de Antonia di Filippo lo resguarda de una muerte más asesina: la de la vida sin gozo. Y el pianista de Casa blanca intuye que la nostalgia se torna peligrosa cuando vuela en las notas de una melodía.
Textos de la ausencia, del gozo del instante que bien vale la derrota, estos blasones condecoran al náufrago poeta.
Los muertos marcan la cuarta coordenada del mapa poético: Desde otra luz se examina el significado de la existencia. Se revisa la ausencia en un sentido distinto que en la coordenada anterior: si en ella se producía por una derrota en la lid de amor, en ésta se origina por la partida física. Pero en ambos casos en la ausencia queda la verdadera presencia: subsisten los muertos en la memoria una vez más, en la memoria.
Muertos célebres heredan su presencia perenne, Franz Kafka, Diego Rivera, John Keats y Simón Bolívar, como también los amigos dejan la huella de su paso en el gran hotel que es la tierra: su firma ha quedado estampada, no en el agua, sino eternamente en la lista de un recuento sentimental.
La muerte se muere dignamente, como se pierde dignamente en el amor. Hay que morir como un caballero, oliendo a loción; de etiqueta, como los pasajeros del Titanic. La muerte corresponde así a la salida del lujoso hotel de la existencia.
El goce pleno de la vida, el conjunto de blasones, reivindica también la vida propia, como asimismo la reivindica el recuerdo luminoso que guarden las personas amadas. Pero la muerte fascina. Ya se esconde potencialmente en una bala que duerme, en el acero de un cuchillo que todavía no se forja, en un trailer que aún no atropella, en un mal que crecerá en el cuerpo, en el bambú de una trampa no construida. Y sólo el perro, ese único amigo en el quebranto, notará su advenimiento. Porque ciertamente es la muerte un asunto privado.
En la coordenada más conmovedora de todo el mapa, "Conjunto de lesiones", se descifra la muerte y la vida del historiador Martín Quirarte, padre del poeta. Conjunto de lesiones dijo la autopsia, conjunto de lesiones guarda el sobreviviente involuntario del que ha partido voluntariamente, conjunto de lesiones decidió esa muerte. Y sin embargo, la memoria que guarda la hondura del dolor más hondo también salva, cura y reconforta: quedan los momentos luminosos, las enseñanzas. La entrañable fotografía de la nostalgia.
La última coordenada de este mapa traza las claras líneas de una poética en donde ella, esa Señora la poesía se revela como urgencia de levantar la cartografía de ciudades, de caminar a la intemperie, de ganar blasones en naufragios, de conocer bajo la otra luz de la muerte. Suya la cree el poeta como veta virgen la presiente José Gorostiza en sus Notas sobre poesía, mas descubre que, fuera de su tienda, espera un regimiento. La poesía es para todos, pero para cada uno es única. Y abre un camino: hacia la sabiduría, hacia la locura, hacia el dolor y hacia la dicha.
La poesía pierde, la poesía salva. Las coordenadas que revela El peatón es asunto de la lluvia marcan la intersección en que intensamente se encuentran los sentidos para vivir la vida para morir la muerte con plenitud, con avidez, para mirarla con la piel y respirarla con los ojos. Para tener el altísimo honor de naufragar.
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