Revista Electrónica de Literatura Mexicana
Número uno. Octubre-diciembre de 1998
Sección: Cuenteando

Cirugía plástica o la vanidad en manos mercenarias

Por Alicia Carbajal Legarreta

A mi prima Raquel, a quien la maquillista y la peinadora donde se arreglaba cada ocho días embarcaron para que se hiciera la cirugía plástica, y así quitarse algunos añitos de encima para sorprender a Roberto, su marido, cuando regresara al término de su beca en Londres, le fue como en feria, por lo que ya ni siquiera regresó al salón de belleza, para no tener que enfrentarse a las miradas y las risitas indiscretas, las burlas, pues, de sus "amigas", porque quedó para llorar.

Como me invitó a que fuera con ella a ver al cirujano, me di cuenta del procedimiento, que es como sigue: primero se toman fotografías desde varios ángulos para que el doctor haga sus cálculos, tanto estéticos como económicos, porque no crea usted, una rayita menos cuesta más. Se decidió por el lift, un pedacito de papada "para que no se note mucho", afilar la nariz porque "está anchita, y aunque su carita tira a redondita, ahora se usa angostita y medio respingadita", le dijo el doctorcito; "no vamos a tocar la frente, porque ahorita no necesita, pero sí hay que cortar un poco de párpados porque los tiene caídos... y a propósito, más adelante vemos lo de su busto".

Se programó el día de la operación, previa maroma y media para juntar el dinero: que la venta de su anillo de graduación, la pulserita que le regalaron en sus quince y que ya casi no se ponía, las acciones de teléfonos, que al fin y al cabo Roberto no se iba a dar cuenta, y el consabido tarjetazo, que ya iría pagando poco a poco con lo que escatima del gasto. Sería por la mañana, temprano porque se iba llevar más tiempo en la sala de recuperación que en cirugía, y luego la pasarían a su habitación para ser dada de alta al día siguiente.

Me ofrecí a acompañarla, así que me preparé con una buena novela y un altero de revistas para entretenerme mientras ella descansaba. Por principio de cuentas me instalé en su cuarto, que por cierto ya me daba el ídem que no la traían; el tiempo que tardaron me pareció eterno. Cuando por fin llegaron con ella por poco y me desmayo. Parecía momia egipcia y venía haciendo ruidos como si estuviera asfixiándose, los que no pararon todo el tiempo que duró dormida. Parecía fuelle descompuesto. Luego, aún con las tres cobijas que le pusieron encima, le entró una temblorina que sacudía la cama como en El exorcista. Cuando medio despertó intentó decirme algo, pero yo no sé en qué jerga me hablaba porque juro que no le entendí ni media palabra. La enfermera, no sé si adivinando, llegó providencialmente. Imponiéndose, la movía, le acercaba el riñón para que escupiera, le cambiaba de postura la cabeza y yo con los ojos como platos. Desde luego que esa noche no dormí ni pude leer más de un renglón, el que tampoco entendí.

Por la mañana, que fue el médico a revisarla, tuve que contener un grito de horror cuando le descubrieron las heridas. Tenía la cara hinchada, sanguinolenta, los ojos alargados como oriental encarrerado, rodeados de unos círculos negros espantosos, de mapache moribundo. Según el doctor, todo había salido muy bien y sin más ni más la dio de alta.

Como el cirujano le recomendó que no se pusiera gafas porque el pellizco en la nariz podría quedarle marcado, le eché encima una pañoleta apenas amarrada para que le tapara la cara, no fueran a verla las vecinas cuando llegáramos al depa. Ya ven cómo son de chismosas, principalmente la Bibi, quien hubiera inventado hasta que la había golpeado algún amante, ya que su marido estaba fueras. Así, medio, mareada, como guajolote en vísperas de Navidad, la subí a un taxi y nos retiramos del hospital. Todavía la cuidé dos días más, en los que lo amoratado de la cara se convirtió en cuadro de Cuevas, con todos los tonos de verde atravesado de venitas rojas y azules.

Al cabo de unos días la acompañé de nuevo al doctor, quien le dijo que tenía una recuperación maravillosa. No obstante yo le notaba la nariz un poco sesgadita a la derecha, es decir medio torcida, y los poros muy cerrados, por lo que hablaba gangosito; en cuanto a los ojos, aunque ya estaban menos hinchados, como que no podía parpadear bien. No dije nada por no contrariar al galeno y que mi prima no se decepcionara, pero bueno, ya veríamos la evolución, con tal de que Roberto no lo notara mucho.

Después de algún tiempo le vinieron problemas de garganta, porque como no podía respirar bien, y lo hacía por la boca, le daban unas gripas con ronquera de antología. Luego, la muy bruta gastó un dineral en oculistas porque le dolían mucho los ojos y los oftalmólogos, por más que la revisaban no le atinaban, le mandaban medicinas a montones y terminaban echándole la culpa al esmog.

Lo peor fue cuando llegó Roberto. Les juro que casi no la reconoció. Primero me vio a mí, y cuando ella se le lanzó al cuello la retiró para verla bien, y antes de besarla, como acariciándola, le tocaba la cara extrañado. Ella soltaba unos lagrimones gordos, pero se veía tan rara sin expresión en el rostro que, la verdad, a mí me parecía como personaje de película de Hitchcock, se los juro. Nomás me imagino lo que habrá pensado el pobre Roberto al encontrarse con las protuberancias duras de su mujer y con una media luna como gusano intruso. Como para salir corriendo horrorizado. Yo creo que a cualquiera, por muy entusiasmado y afectuoso que llegue, se le baja todo, el ánimo, digo.

Las explicaciones no se hicieron esperar, luego me lo contó ella, tuvo que mentirle e involucrarme como acostrumbra, con mi consabido coraje. Chingaos, ¿por qué siempre tiene que echarle la culpa a alguien de sus pendejadas? Con que le hubiera dicho que "todo había sido por amor a él", se lo habría perdonado, pero no, ahí va a decirle que yo la había convencido y que hasta le había prestado dinero. La decepción de Roberto no tuvo límites, le dijo que parecía que estaba con un androide, quién sabe qué será eso, pero se oye re feo; lo que dio por resultado que él empezara a salir con muchachas normales, para siquiera toparse en blandito. ¡Lástima!

Más vale feo conocido que bonito acartonado, ¿no creen?

(Alicia Carbajal, Chismes del cuerpo, México, Ediciones Mixcóatl, 1996.)


Chismes del cuerpo incluye tetas, pies y orejas. En las páginas escritas por Alicia Carbajal, las frases saltan como grillos de humor verde, blanco o rojo sobre unos pechos como globos a punto de reventar, mientras Raquel, después de una cirugía de párpados, duerme con los ojos semiabiertos.

Prosa ágil con la que la escritora nos invita a calzar las zapatillas de la Cenicienta, a hurgar en orejas peludas y a broncearnos -con despellejamiento y todo- en una playa, con la naturalidad y la frescura con la que se desgaja una mandarina.

María Elena Aura


RELiM
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