Revista Electrónica de Literatura Mexicana
Número uno. Octubre-diciembre de 1998
Sección: Cuenteando

Nocturneando

Por César Manrique

Ella sabe lo que el hombre espera sin haberlo aprendido.
Radio Futura

Un sol pesado se filtra por la persiana entreabierta, el humo de cigarro se mezcla con el polvo de la habitación y aumenta el bochorno del ambiente. Toda una semana de encierro en la oficina quedaba atrás y hoy, la tarde del sábado, se muestra con una perspectiva liberadora.

El pegajoso sudor acumulado en el cuerpo a lo largo de la tarde desaparece bajo la regadera. Alternar agua caliente y fría mantiene en buen estado la piel y ayuda a conservar firmes y tensos los músculos.

Después del baño lo mejor es disfrutar de una rasurada perfecta. Le gusta ver su cara llena de espuma en el espejo. Nada tan relajante como pasear la navaja por la piel.

Mientras, su mente hacía los planes convenientes para finalizar la noche. ¿A dónde ir? ¿Con quién terminar el día? Un sábado mal planeado puede echar a perder el fin de semana e incluso el inicio de la siguiente.

Los ojos verdes, fijos sobre el mentón, observan sus manos ágiles, de artesano que conoce su oficio de años, trabajar en la punta de la barbilla. Máximo cuidado en los detalles. Lugares que parecen fáciles aumentan el riesgo; al más leve descuido el placer se vuelve dolor. Escucha el ruido de la navaja que raspa la cara lentamente, cortando la barba por pequeñas secciones.

Unas cervezas en casa de Ulises serían la solución, cosa de hablarle más tarde y ponerse de acuerdo.

La navaja pasea ahora por la parte del cuello, recorre un sitio que le es familiar. Una espuma grisácea la cubre y el rostro, antes blanco, aparece limpio ante el espejo, suave, terso, con ese tono verdoso que deja una buena afeitada. El agua elimina los últimos residuos de espuma y el brillo de la piel, con los poros abiertos, se entremezcla con el de la mirada satisfecha. La colonia se encarga de dar el toque final a la obra, un breve momento de ardor. El aroma fresco le gana a los vapores malsanos del cuarto. Lava la navaja con cuidado, el trapo con que la seca le devuelve el brillo y la guarda. El espejo refleja una última imagen: un pecho poblado de vello y una cara bien afeitada.

Seleccionar la ropa adecuada no es tarea fácil, sobre todo en fin de semana. En días de trabajo el saco y la corbata acaban con los apuros, pero en la noche del sábado la vestimenta debe ir acorde con el ánimo. Gustarse a sí mismo para gustarle a los demás.

Un rápido repaso mental de las posibles combinaciones (que no son muchas) y después de un leve titubeo está lista. Saca la ropa y la coloca cuidadosamente sobre la cama.

Calzones blancos de algodón. Abre una venta para ventilar el cuarto. Pantalón café de lana con pinzas. El aire entra y permite que la atmósfera sea respirable. Camiseta también blanca y también de algodón. Una música, proveniente del estéreo de un coche, sube todos los pisos y entra en la recámara. Camisa color gris. David Bowie y Tina Turner cantan a dúo desde la calle. Calcetines cafés. El alumbrado artificial se enciende en toda la ciudad. Bostonianos cafés de piel. El sol avienta neciamente sus últimas luces detrás de un edificio. La selección ha sido perfecta.

Se sienta, deja pasar unos minutos. Espera a que la noche cubra bien toda la ciudad, que no quede un rescoldo de luz natural, que el neón se apodere de cada banqueta.

Los últimos minutos en su casa son bien aprovechados: se pone la vieja cadena de oro que su papá le regaló hace algunos años, el reloj nuevo; se guarda la cartera de piel y moja un pañuelo con loción.

En la calle se dirige al metro y lo aborda. El vagón deja atrás las estaciones. Luz blanca, gente, anuncios, tururú, túneles, más gente y finalmente desciende.

Sobre la avenida toma un pesero, deja que corra algunas cuadras y se baja. Camina por las calles, lento, seguro. Se detiene, da la vuelta en una esquina y espera.

Hay poca gente, está oscuro. Un perro le huele el culo a otro, después de gruñirse, ambos se alejan en direcciones opuestas.

Una muchacha pasa por la misma banqueta en la que él está parado. Bajita, con minifalda, cabello negro, quizá con base, piernas delgadas torneadas, caderas anchas y poca nalga.

La suerte está echada, se metió por la calle Toluca. La sigue y cuando está cerca de ella la llama:

-Señorita...

La muchacha voltea y no se da cuenta de nada. Un fuerte golpe en el ojo. Rápido una patada al estómago. La práctica lo ha hecho maestro y el aire abandona el cuerpo antes de que ella pueda gritar. Se agacha y tira dos golpes a donde caigan, agarrándola por el cuello advierte: -Si gritas, te mato.

Ella parece no entender lo que pasa, su cara es inexpresiva, no escucha, no habla. Un golpe más, esta vez en la quijada. La levanta de la ropa y la jala, ella arrastra los pies. Al baldío. Escombros, maleza, cascajo, de todo en ese lugar que apesta a orines. Empieza a gemir, habla, llora, ruega.

-Por favor no me haga nada.

Le vuelve a advertir: -Si gritas, te mato. Intenta gritar: ¡No! Se lo impide con una bofetada; ella jala aire. La golpea muchas veces en el cuerpo. Ella llora. La toma del pelo con las manos y la azota contra el piso, una, dos, tres veces... parece atontada.

Se tranquiliza y le besa la cara, le muerde el cuello. Mueve trabajosamente la cabeza. Le lame el pecho y mete la mano en el brassier. Siente su peso encima. Toma un pezón y lo pellizca. Algo le duele en el pecho. Abre la blusa. Llanto. Quita la falda, tocando la piel jala las pantaletas. Mueve las piernas, patalea, rasguña, muerde, quiere gritar. Golpes, golpes, golpes.

-¡Si gritas, te mato, pinche puta!

Jala las pantaletas, las arranca, las huele; la lame. Como un reflejo cierra las piernas débilmente. Se abre el pantalón, se baja los calzones que ya están mojados. Entre la penumbra ve su verga, dura, parada, tal vez roja, le abre fácilmente las piernas. Pánico. Con el dedo siente su vagina, pequeña, cerrada, seca. Se estremece. La mete, le cuesta, le arde, le gusta. Dolor. Las paredes secas, su cabeza húmeda. Dolor. Hacia delante y hacia atrás, varias veces, solamente unos minutos. Una, dos, tres mil veces, horas. Aumenta el ritmo, oye un quejido, la ve, la besa, la muerde. Llora, rasguña. Sabe que le gusta, que eso quería. No oye, no ve, tal vez no siente.

Aumenta la velocidad. Está a punto de acabar, los últimos movimientos son largos y rápidos. Al fin termina, lento, relajante, débilmente, jala aire, puja, recuerda el brillo de la navaja, su mentón verdoso y la buena selección. Se deja caer, respira hondo y se levanta.

Saca su verga lenta y pausadamente, trata de recuperar la respiración, la ve húmeda y flácida. La limpia con las pantaletas. Se sube los calzones y se cierra el pantalón. Mientras camina se va limpiando el sudor y la tierra con su pañuelo blanco, aprieta el paso, gana la calle.

Ya en la avenida se lamenta: ¡Mierda! Olvidó telefonear a Ulises.

César Manrique Soto nació en 1968, en México. Realizó estudios de Letras Hispánicas en la Univerdidad Nacional Autónoma de México, UNAM. Actualmente dirige un taller de creación literaria.

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ilianarz@servidor.unam.mx